CREDIBILIDAD Y RIESGO (Mc 3, 20-35)

CREDIBILIDAD Y RIESGO (Mc 3, 20-35)

La búsqueda de la tranquilidad y la paz, y la huida de los problemas, pretendiendo evitar enemistades y enfrentamientos, no puede nunca hacerse al precio de la verdad y de las incomodidades o rechazo que su proclamación pueda tener para quien la defiende, por parte de quienes no la admiten y se ofuscan en su visión falsa de las cosas de modo intransigente, intolerante y acrítico.

Y, aunque es penoso y lamentable el comprobar que actuar con transparencia y lucidez, lo cual implica siempre capacidad crítica para discernir lo auténticamente valioso, desenmascarar los engaños (inconscientes o interesados), y reclamar la corrección de los errores; provoque oposición y enemistad en todos los bien instalados en el statu quo, en los interesados beneficiarios de una visión deficitaria o falsa, o incluso en los simples ciudadanos que se dejan llevar por los prejuicios y la inercia socio-histórica para eludir el riesgo de tener que tomar decisiones (pasividad, pereza, comodidad, cobardía…); a pesar de ello, ninguna persona honrada puede claudicar con el error y la mentira, aunque con ello arriesgue más de lo que sería justo, y exponga su buen nombre e incluso la vida.

Al menos, Jesús no estuvo nunca dispuesto a hacerlo, por mucho que su propia familia, sus íntimos, que lo querían y se preocupaban cariñosamente de él, le aconsejaran silencio y se lo quisieran llevar para que las autoridades se olvidaran de él. Hay para él algo mucho más importante, algo trascendental, fundamental y decisivo, en juego. Su misión es inaplazable, urgente e irrenunciable: inaugurar otro modo de vivir, hacer presente a Dios y su bondad aquí y ahora; y eso solamente es posible si se hace ya y sin interrupción: cada instante de su persona y de su vida es una ocasión irrepetible de mostrar y revelar quién y cómo es el único horizonte digno y posible ofrecido a cada hombre, y dejar de hacerlo un solo momento sería negligencia por su parte, supondría privar de voluntad salvadora divina a ese momento, haciéndose responsable de que ese instante fuera de silencio

Cuando pretendemos asentimiento y reconocimiento por parte de los demás, lo primero a considerar es si aquello de lo que hablamos es o no creíble; es decir, si responde a los criterios que reclamamos normalmente a un suceso para situarlo en el ámbito de la realidad en que vivimos. Si es así, y lo que relatamos es algo perfectamente al alcance de cualquier observador, entonces es sencillo y evidente lograr el acuerdo y el reconocimiento de todos, y nos convertimos en los primeros testigos de algo por la simple coincidencia de que estábamos allí cuando se produjo, o fuimos los primeros que observaron algo que estaba, y tal vez está todavía, al alcance de cualquier persona situada en el aquí y ahora preciso. Nuestra notificación no tiene mayor relevancia en sí misma.

Pero si lo que anunciamos es algo que hemos experimentado solamente nosotros, y además no está al alcance de lo materialmente perceptible, porque se sitúa más allá de lo sensible y responde a experiencias vitales más profundas, ésas que son las que dan sentido a nuestra vida porque la abocan a algo que trasciende lo que podemos captar en nuestras perspectivas espacio-temporales, otorgándole una dimensión trascendental y espiritual; entonces, la única posibilidad de no parecer ingenuos soñadores, ilusos fanáticos, o simples y entusiastas enajenados, o visionarios que proyectan sus ilusiones creándose falsas imágenes para su propio consuelo o resignación, consiste en mostrar argumentos de credibilidad no sustentados en la evidencia de unos hechos que parecen no factibles, sino en una coherencia vital nuestra con ellos, una actitud que esté incontestablemente ligada a tal proclamación o anuncio hecho. Es en ese caso nuestra actitud vital, nuestro comportamiento, y la coherencia entre lo que anunciamos y lo que experimentamos y vivimos (por chocante, curiosa o absurda que parezca, juzgada desde “estrictos datos objetivos”), la garante de nuestra credibilidad.

En estos casos nuestro “anuncio” no pretende tampoco convencer a nadie con pruebas evidentes y palpables, sino convocar  (por medio del sentido con el que la supuesta “noticia” anima nuestra vida, y desde esa dimensión profunda de futuro y de plenitud que le proporciona, tal vez intangible e inasible desde consideraciones estrictamente “materiales” u “objetivas”, es decir, sensibles y “lógicas”, pero estrictamente reales), precisamente a una consideración de la vida y de nuestra persona que supera la finitud de “este mundo visible” y nos encara al infinito.

Y aunque todo ello nos genere incomprensión y malentendidos, incluso chocando con la contumacia y mala voluntad de quienes nos rodean, amenazando nuestro buen nombre y hasta nuestra propia persona; a pesar de eso, la cuestión es tan vital que no podemos eludirla, disimularla o dejarla de lado. Hablar de Dios siempre resulta “subversivo y peligroso” cuando se toma con la radicalidad de Jesús, y “los suyos” se dan cuenta…

Pero entendidas así las cosas, como las entiende Jesús, la situación se invierte, y es él quien urge entonces a que le respondan los suyos: “¿No sabéis que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?“… Y con ello parece que también resuene un desafío cariñoso y comprometido: “¿A quién anunciáis vosotros?…

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