TRINIDAD: ALGO DECISIVO (Mt 28, 16-20)
Que Dios sea Trinidad no es irrelevante. Al contrario, es algo decisivo sobre Dios. Sobre Dios y sobre nosotros. En contra de lo que parece, no supone conocer a Dios desde la teoría y en abstracto, haciendo elucubraciones sobre la divinidad y su esencia; sino todo lo contrario: es la única posibilidad conocida de expresar en lenguaje coherente nuestra experiencia concreta, profunda, incomprensible pero plena y cabal, del misterio divino, que nos envuelve “externamente” y que nos impulsa “desde lo más profundo” de nuestra propia persona.
Nuestra experiencia y conciencia de Dios, transmitida peculiar e inequívocamente por Jesús, nos impele a hablar de Él como Trinidad; y hablar de Dios como Trinidad es decisivo, porque en ello nos va en juego nuestra propia vida, nuestra salvación, nuestro anhelo incontenible de eternidad y nuestra conciencia de estar vinculados indisolublemente a su divinidad como regalo y opción libre desde que nos apercibimos de nuestra propia identidad, descubriendo en ella un don y una tarea apuntando certeramente al más allá y a la trascendencia.
Y no es una proyección de nuestros deseos, o una ingeniosa terminología para encubrir nuestra impotencia; sino que, como toda experiencia auténticamente vital, decisiva, dadora de sentido y de vida, “se nos impone” como inevitable, a pesar de su carácter misterioso, incomprensible, insospechado por nosotros mismos. Sólo hablar de Dios como Trinidad nos lo hace accesible y experimentable, plenamente coherente con nuestra persona y nuestra vida, origen y meta a la par que presencia. Nuestra persona y nuestra vida, tendríamos que comprenderla, expresarla y desarrollarla en otro horizonte de sentido, si el misterio de Dios no lo denomináramos Trinidad. O, dicho de otro modo quizás más sencillo: la experiencia de la profundidad y el horizonte de vida de nuestra persona, que experimentamos por medio de nuestra vinculación a Jesús, y sólo a través de él, nos lleva a tener que identificar a Dios como Uno y Trino. Si Dios no fuera Trinidad, nuestra experiencia de vida no podría ser la que nos ha abierto Jesús.
De ahí el largo proceso histórico hasta acuñarlo como Credo identificativo de la fe cristiana y afirmarlo como dogma. No estaba previsto, ni fue una feliz ocurrencia, sino ponerle nombre a la experiencia de Dios corroborando y haciendo patente la trascendencia desde la que la experimentamos. Poder expresar oralmente en un Símbolo que identificara la fe cristiana sin traicionar el evangelio de Jesús y la experiencia profunda y vital de sus discípulos, siendo fieles testigos del trascendental mensaje que implicaba su vida, su muerte, su resurrección y “ascensión”, y el sorprendente y definitivo Pentecostés, no fue tarea fácil, porque faltaban las palabras y sobraban los malentendidos, las imprecisiones, dado que nuestro lenguaje ha surgido en principio para pronunciar lo material y lo concreto, y se nos hace complicado y difícil, imposible, definir con palabras nuestra vida y limitar con ellas la trascendencia de nuestra persona.
Por eso hablar de Trinidad en Dios es, simplemente, delimitar su misterio y dotarlo de coherencia para nosotros: saber qué es lo que no podemos saber de Él, sin dar pábulo a quimeras y fantasmas; comprender su incomprensibilidad viéndola en consonancia con el misterio de nuestra propia persona y su identidad, eternamente necesitada del otro para afirmarse. Algo decisivo para nosotros; y también, y no es en absoluto una irreverencia, para el propio Dios…
Deja tu comentario