EL TEMPLO VERDADERO (Jn 2, 13-25)
Es una de las consecuencias “revolucionarias” y “subversivas” del evangelio de Jesús, de su convocatoria al Reino de Dios y de su propia vida: ya nunca más el creyente hablará de “Templo del Señor” en términos materiales de espacio sagrado, sino que la única morada de Dios es desde ahora la persona del Hijo, su propio cuerpo.
Y, del mismo modo, el sacrificio ritual queda ya obsoleto, porque la única verdadera ofrenda, aceptada por el Padre como reconciliación con la humanidad, es la de ese cuerpo suyo en la cruz.
Ni tampoco habrá ya más sacerdotes intermediarios entre Dios y los hombres, porque el único posible mediador universal es el Cristo, y el sacerdocio ritual queda abolido.
El templo, el sacrificio y el sacerdocio conducen casi inevitablemente a la profanación, a la degeneración de lo sagrado y a la (¿involuntaria?) comercialización del culto y lo divino, prostituyéndolo al contaminarlo con nuestros negocios, nuestra codicia, nuestro ejercicio del poder, nuestro afán de suficiencia, y nuestra descarada manipulación del mismo Dios; convirtiendo su llamada a la confianza en él y a la fidelidad en lo contrario: presunción de “ser justos”, pretensión de “privilegios”, y conciencia de “merecer” el premio eterno. Error, falsedad, y culpa…
Jesús no puede ser más radical al respecto: rescatar la pureza original del Templo, del sacrificio, y del sacerdocio al incorporarlos a su persona en exclusiva, recuperando con ello la única razón de su existencia y su única finalidad: el amor de Dios al hombre, y su promesa de salvación definitiva por medio del Mesías.
Ciertamente, la tendencia “religiosa” del hombre es la de la sumisión al misterio divino desde el respeto y el miedo, la del temor ante la omnipotencia suprema y, consiguientemente, la voluntad de “manipularlo”, de congraciarse con él y arrancarle su favor por medio del ritual y el sacrificio. Pero la raíz de la Revelación de Dios, desde la que surge la verdadera fe de Israel y su conciencia de “elección”, que culmina en su Mesías, en Jesús, no es esa voluntad humana de agradar a Dios, sino a la inversa: es la manifestación divina, su propia iniciativa, de mostrar su voluntad de salvación del hombre, su verdadero proyecto creador, inaccesible a nuestra conciencia si Él no nos lo revela, y que sólo podíamos percibir como ausencia inquietante desde ese profundo anhelo que nos lleva a interrogarnos sobre el destino de nuestra persona y el sentido de la realidad y de la vida; y que, inevitablemente, desde nuestra limitada experiencia, nos lleva a considerarlo como “poder desconocido” al que someternos y al cual mostrarle reverencia (sacrificio y culto a iniciativa nuestra).
Pero tal como nos había dicho Dios desde el principio (pensemos en Abraham “sacrificando” a Isaac…), el sacrificio, el culto que Él aprecia es el de la plena confianza en su promesa y el de permanecer fieles a su demanda de justicia y fraternidad, a la que va unida su bendición irrevocable; a constituir un pueblo, una humanidad hermanada y agradecida, encaminada como una familia a ese “Reinado” suyo, diametralmente opuesto a los nuestros de este mundo, y siempre dichosa, compasiva y esperanzada.
Por eso, la degeneración del culto en algo así como “negocio sagrado” es la absoluta tergiversación de la voluntad revelada de Dios; y Jesús no tiene más remedio que desautorizarla sin paliativos y de forma contundente. Porque en lugar de honrar a Dios, lo sitúa en nuestro miserable horizonte mundano pretendiendo hacerlo cómplice de nuestros injustos, discriminatorios y arbitrarios criterios reguladores de la sociedad que construimos; y, con ello, lo banaliza, lo ofende, y deriva en blasfemia…
Aceptemos la advertencia y la tajante afirmación de Jesús: el único verdadero templo de Dios es de carne y hueso, porque en su persona habitaba realmente y sin intermediarios. Y saquemos las consecuencias que ello tiene para sus discípulos: ya no hay otro sacrificio, sacerdocio, o lugar sagrado que no sea la vida y el testimonio de nuestras personas, de todos y cualquiera de sus seguidores… En Cristo nos hemos convertido también nosotros en carne de Dios…
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