SER TENTADOS (Mc 1, 12-15)
Si bien lo pensamos, la tentación no es algo que debamos considerar sólo como una amenaza o provocación en determinadas ocasiones o momentos, sino que constituye un factor constante de nuestra vida; una consecuencia, a la vez que signo, de nuestros límites como criaturas finitas y “seres de este mundo”. Pero al propio tiempo, la tentación es también una evidencia de nuestra voluntad y de nuestra libertad, por muy condicionada que esté siempre por las circunstancias, la sociedad y momento histórico en que vivimos, y por las personas que nos rodean y son determinantes para cada uno de nosotros.
“Ser tentado” es, pues, tener plena conciencia de nuestra libertad y su capacidad para dirigir nuestros actos, de acuerdo al horizonte de vida en que nos situemos y a la perspectiva desde la que queramos orientar nuestra persona; con la mirada puesta lúcidamente en las consecuencias de nuestros actos, en nuestra debilidad y nuestra imperfección, y en el carácter de compromiso y exigencia que supone la vida, si no queremos reducirla a un ciego automatismo ensimismado, pendiente únicamente de complacer y alimentar nuestro ego, sin tomar nota de las reales consecuencias de nuestras decisiones y de cómo obramos.
Es, por eso, un distintivo y señal de dignidad: sólo el hombre puede ser tentado. Pero todo hombre es necesariamente tentado, aunque sea también Dios… (Y podríamos añadir: “y Dios sólo puede “ser tentado”, si es hombre…). Ser tentados nos acerca a Dios… a la par que nos descubre nuestra infinita distancia respecto a él…
Porque la única posibilidad para no ser tentado es ser Dios… pero no por su omnipotencia que le haría superior al diablo (al “dios del mal”…), sino por la entrega absoluta, el olvido de nosotros mismos, el amor radical al otro que nos conduce a no vivir en nosotros y para nosotros, sino en el otro y para el otro. Por eso Dios no “padece” la tentación: porque ser Padre es vivir en, para, y desde el Hijo y el Espíritu Santo; ser Hijo es idéntico vivir en, para, y desde el Padre y el Espíritu Santo; ser Espíritu Santo es sólo poder y saber vivir en, para, y desde el Padre y el Hijo…
Nuestra imperfección y nuestra resistencia a la entrega, a no absolutizar ni privilegiar nuestra persona y vivir desde, en, y para los demás, nos hace susceptibles a la provocación y la amenaza de la tentación. Por eso no somos Dios… Pero por eso mismo somos divinos: porque Jesús también ha sido tentado; porque Dios, que nos creó “a su imagen y semejanza”, sabe de la fragilidad del estado provisional de esta materia y al hacerla libre nos ofrece la oportunidad de ser divinizados.
Con toda sencillez y concisión: no lamentemos ni temamos ser tentados. Miremos al propio Jesús y saquemos la lapidaria, hermosa y densa conclusión de Xavier Zubiri: “ser hombre es una forma finita de ser Dios”… precisamente porque ser hombre es haber sido creado libre y “para la libertad”, como dice san Pablo; es decir, tener, y no temer, la clarividencia de que vivir es “ser tentados”… y “ser tentados” es “ser divinos”…
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