IMPOSIBLE SIN HUMILDAD  (Lc 1, 26-38)

IMPOSIBLE SIN HUMILDAD  (Lc 1, 26-38)

Existe siempre una actitud básica que define y dirige nuestra forma de relación con los demás y nuestra forma de salir al encuentro del prójimo y entrar en relación con nuestros semejantes. Podemos partir de la confianza o de la sospecha, de la espontaneidad o de la reserva, de la suspicacia o de la ingenuidad…, y eso al margen de cómo se resuelva posteriormente la relación concreta con cada una de las personas, cuando el trato con ellas nos permite fortalecer o no los vínculos de la amistad, del cariño o incluso de la entrega incondicional.

Cuando se trata de “salir al encuentro con Jesús”, también hay un impulso básico que define nuestros pasos. Los pastores, apercibidos del hecho por la aparición de los ángeles, pueden acudir a Belén por curiosidad pero con indiferencia; por simple inquietud para averiguar qué ha pasado, para “estar informados”; por puro interés y en previsión de que el acontecimiento pueda reportarles algo ventajoso; o por verdadera inquietud y expectación intuyendo algo decisivo, alguien que tiene que ver con el sentido de sus vidas y no pueden dejarlo pasar, ya que el mero anuncio les ha abierto un horizonte nuevo. En realidad, “ir a su encuentro”, significa habérsenos anunciado su presencia; y la credibilidad que damos al anuncio es ya índice de esa actitud básica de confianza, acogida, receptividad y disponibilidad con la que afrontamos nuestras relaciones con las personas y nuestra relación con Dios.

No hay ninguna posibilidad de acceder al misterio de Dios sin una actitud receptiva y humilde. Y uno sólo puede gozar del horizonte infinito al que convoca la esperanza del Adviento, si tiene una completa disponibilidad que, como María, le permita a Dios entrar en su vida, acoger su Espíritu y hacer presente el amor y la delicadeza de Dios a través de su propia persona y de las circunstancias concretas de esa vida, siempre peculiar e intransferible para cada uno de nosotros, pero llamada también siempre a la unidad, al gozo infinito y a la bondad compartida.

Querer salir del propio yo y de esa actitud de estar siempre pendiente de nosotros mismos y de nuestro cúmulo de pretensiones, aspiraciones, objetivos… es algo forzoso, un presupuesto ineludible, para ser capaces de experimentar realmente quién y cómo es Dios cuando se nos hace accesible en Jesús.

Porque no se trata de saber, sino de vivir. No de conocer “más de cerca” a Dios, sino de percibir su vitalidad en nuestra propia persona y dejarse penetrar mansamente por ella; convertir la rebeldía, fruto del autoafirmarse y de la auto-referencia desde la que construimos nuestra forma de vivir, en obediencia libre y voluntaria (que no sumisión y servilismo) al plan divino que se nos anuncia y se nos ofrece (y que ni es exigencia, ni se impone).

Lo que nos convierte en personas humanas sabemos bien que no es nuestra inteligencia y nuestra capacidad de dominio de la naturaleza; ni siquiera el conseguir que nuestra existencia gane progresivamente en desarrollo y alcancemos cotas cada vez más altas de progreso. Lo que nos descubre lo que somos es la delicadeza y la ternura, la gratuidad y la compasión, la alegría de la entrega y del compartir, todo eso que sabemos celebrar en Navidad, más allá de los adornos y el escándalo consumista. Porque todo lo demás, por impresionante y admirable que sea, sin la humildad de sabernos reconocer débiles y frágiles, necesitados y deficitarios; huérfanos si no nos visita Dios con su bondad y su alegría, desde la mansedumbre de un portal y tocando tímidamente a nuestra puerta para que le abramos, se deshace como ceniza.

Sin embargo la humildad hace posible Belén…

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