UN PRETEXTO INÚTIL  (Mt 25, 31-46)

UN PRETEXTO INÚTIL  (Mt 25, 31-46)

El que se escuda en la “ausencia de Dios” en nuestro mundo y en la realidad tangible, para concluir de ello una conducta y una vida cuya única perspectiva “exigente y responsable”, la única “digna y encomiable”, sería la de la afirmación de la propia persona y su capacidad de control y dominio de lo creado, olvidando o relegando a quienes comparten con él ese espacio y esa trayectoria de su existencia (ya que, en definitiva, decimos, todo ser humano está animado por esa autorreferencia a su yo, y es inevitable la “lucha por la vida”; aunque, evidentemente, se procure llevarla a efecto sin dañar ni lesionar al otro en esa legítima tarea); sea como sea, si no sale de su propia vida y persona, para no sólo “tolerar al otro”, sino “buscar al hermano”, para poder compartir la vida desde la renuncia, estando disponible y entregado, y posponiendo su yo al del prójimo; entonces no merece “ser premiado”; es decir,  enriquecido y llevado a plenitud por ese Dios en quien tal vez cree…

Y todo aquél cuya consciencia y sensibilidad ante el prójimo que sufre, se limita a un torrente de buenos sentimientos, de malestar, sincero pero inoperante, de lamento hasta a veces angustioso, aunque totalmente resignado y pasivo; en otros términos: todo aquél cuya compasión permanece exclusivamente en su sensibilidad y afecto, pero no trastoca y transforma su forma de vida, para acompañar y cuidar de sus hermanos, para mostrarse siempre disponible y servicial, feliz y agradecido no por verse él mismo libre de las miserias y el sufrimiento que contempla en otros; sino por poder acudir a compartir y remediar en lo posible esas vidas de personas, cercanas y lejanas, convertidas en víctimas inocentes o, simplemente, puestas a prueba en sus caminos e ilusiones; todo el que renuncia o se distancia de la solidaridad y de la verdadera misericordia, no puede dudar de que llegará el día en que sea repudiado él mismo, al haber cerrado su persona al gozo del compartir, a la alegría de aliviar al otro, al enriquecimiento impagable de hacer de sí mismo ocasión de convivencia y comunión, y haberse enquistado en su yo, sin descubrir la plenitud del nosotros.

Pretextar ignorancia en el momento definitivo, ése que decimos “del juicio final” o “del fin del mundo”, tras haber decidido caminar por la vida con unas anteojeras que nos impidieran percibir al prójimo arrojado o postrado al borde del camino; o cuando habiéndolo apercibido (porque supuestamente no somos insensibles al sufrimiento ajeno) no hemos actuado por alguno de esos mil motivos distintos que argüimos mezquinamente y que son demostrativos de la prevalencia siempre del yo, de mis intereses y proyectos, respecto a las necesidades de los demás, es no sólo una insensatez, sino también una actitud hipócrita y falsa, una indignidad. Nos pone al descubierto y nos delata como egoístas irrecuperables, faltos de caridad y de bondad, al mostrar cuáles eran las prioridades de nuestra vida y hacia dónde encaminábamos nuestros indiscutibles esfuerzos: hacia nosotros mismos en exclusividad.

Sólo nos hacemos entonces acreedores a la verdad de una sentencia inapelable: “cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de ésos, los pequeños e insignificantes, dejasteis de hacerlo conmigo”.

Y sobrarán todas las palabras…

Deja tu comentario