FE EN NOSOTROS  (Mt 25, 14-30)

FE EN NOSOTROS  (Mt 25, 14-30)

El dato fundamental que está a la base de las parábolas de Jesús y, en definitiva, de todo su evangelio, es la absoluta y radical confianza de Dios en nosotros. En cada uno de nosotros. Ciertamente se trata de algo incomprensible.

Por eso nos pide que aceptemos la vida como un encargo libre y responsable para gestionar su creación, para administrar su Reino en un horizonte, que él mismo propone e inaugura, de presencia del amor, de irrupción del Espíritu en la materialidad de lo que existe, lo cual está llamado a ser simple preámbulo provisional de la realidad plena y definitiva hacia la que apunta.

Y hemos de sabernos depositarios de tal confianza y asumir esa aventura no exenta de riesgos que es nuestra vida con la consciencia de lo que somos y de quiénes somos cada uno de nosotros, dedicando así nuestra existencia a la tarea primordial de hacernos dignos de tal responsabilidad, que antecede siempre a nuestras intenciones y a nuestros programas. Es, como dicen los teólogos “don y tarea”.

Es tarea irrenunciable porque es don, propuesta eficaz, marcada por la presencia del Espíritu Santo, que nos penetra y anima, que nos da clarividencia y lucidez por un lado, y fortaleza y fidelidad por otro. Y es don precisamente porque nos reclama algo, porque no es un simple adorno de nuestra persona y nuestra vida, sino “un talento”, una entrega destinada a ser desarrollada y convertida en el motor de nuestro caminar, una muestra de aprecio y de “fe en nosotros” por parte de Dios. Dios se atreve a confiar en nuestra buena voluntad para asumir agradecidos esa muestra suya de afecto inmerecido, y para colaborar con entusiasmo en la tarea de hacer crecer ese “patrimonio divino” de bondad.

Sabemos bien que no se trata de eficacia, porque no se trata de éxito o de logros cuantificables; sino, más bien, de tomar parte en la transformación de la realidad para que transparente cada día con mayor claridad y nitidez su sentido oculto y latente: el de su futuro en plenitud, el de su meta definitiva.

Y lograrlo no es fruto del activismo, e incluso reclama muchas veces la aparente pasividad del cuidado paciente y delicado, del acompañamiento silencioso y de la presencia visible pero anónima e “improductiva”…; sin embargo, lo que nos prohíbe absolutamente es la dejadez y la indolencia, el desinterés y la pereza, la negativa a implicarse en el ineludible riesgo de vivir desde la valiente apuesta del amor y la compasión, la misericordia y el perdón; es decir, los signos identificativos de ese Reino suyo.

Es la completa asimetría de Dios respecto a la imagen que nosotros tenemos y proyectamos de él: se basta a sí mismo, pero ha querido necesitarnos; es omnipotente, pero ha querido no poder sino amar; no tiene límites, pero cualquiera de nosotros le puede poner obstáculos; nosotros nunca acabamos de confiar plenamente en él, y él se fía de nosotros… en resumen, es la eterna paradoja de un Dios que se encarna, hecha luz, palabra y dicha en Jesús… Algo más que una simple parábola…

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