UN AMOR IMPOSIBLE (Mt 22, 34-40)
Que “amar a Dios sobre todas las cosas” sea, sin duda el primer mandamiento para un creyente, ya que es sobre esa fe en “el misterio divino”, sobre la que pretende construir, desarrollar, y proyectar su persona y su vida, es algo evidente. Pero una absoluta y total identificación de nuestra voluntad con Dios nos es imposible, aunque sólo sea por la irrenunciable materialidad de nuestra vida terrena. Esa imposibilidad forma parte de nuestras limitaciones. Por eso la proyectamos, y confiamos alcanzarla, en perspectiva de futuro y de eternidad, de gracia y no de mérito, de confianza esperanzada y no de seguridad posesiva.
Ante la imposibilidad de ese amor “pleno y directo” a Dios, siempre hemos buscado y apreciado un “Decálogo”, una lista de mandamientos y preceptos, cuyo cumplimiento, situándose así en el terreno de “lo objetivo y controlable”, tranquilice nuestra conciencia y nos permita dar por supuesto que cumplimos con esa conciencia profunda que tenemos de reconocer y “dar culto” a Dios; que podamos decirnos a nosotros mismos y mostrar a los demás y al propio Dios, que lo tenemos presente como Ser Supremo y Guía, cuya voluntad leemos en esas leyes que cumplimos. De ahí la preocupación por “el primer mandamiento”, por concretar lo básico e imprescindible.
Porque cuando nos movemos en ese ámbito y planteamos nuestra vida creyente, nuestra religiosidad y nuestra fe en esos términos; entonces se nos hace imperiosa la necesidad de saber cuál de esas leyes y preceptos, qué mandamiento de los muchos que hemos ido concluyendo nos pide Dios que observemos, es el decisivo, la piedra de toque, el que no puede faltar, a riesgo de perder el favor divino y hacernos culpables de incredulidad y dignos de su rechazo. Buscamos seguridad…
Sin embargo, quien así pregunta, está situándose en una actitud mezquina y cicatera con Dios, buscando una complacencia “de mínimos”, cuando la llamada y la convocatoria de Jesús es de “entrega”, es decir de sumergirse enteramente en esa corriente del Espíritu Santo, luz y horizonte de plenitud. Y eso es lo que la hace en apariencia imposible, ya que amar exclusivamente a Dios no nos parece estar al alcance de quien también, forzosamente, está obligado a cuidar responsablemente su propia vida…
¿Y cómo Dios nos pide un imposible? Sin duda alguna, porque no hay tal imposible. El que supere nuestras fuerzas humanas propias no implica imposibilidad, ya que Él mismo suple nuestra carencia y remedia nuestra indigencia. Hay un imposible de nuestra persona, referido a la terquedad con que nuestra libertad se aferra al yo y a nuestras aspiraciones y afán de autoposesión, de dominio y propiedad; y cuyo remedio, siempre posible, es el de renunciar libremente y dejarse llevar por el amor que uno experimenta como regalo divino, dejándose conducir mansamente por él. Como dijo el propio Jesús, aunque sea imposible para el hombre, para Dios todo es posible… incluso que no orientemos nuestra vida desde la posesión, sino desde la entrega, desde el amor…
Dios nos hace capaces de experimentar su propio amor, indicándonos la única forma posible de hacerlo, la que nos es accesible en la provisionalidad de nuestra vida terrena: la del prójimo. El primer mandamiento, el más importante, el decisivo, es indudablemente amar a Dios; y, nos recalca y enseña Jesús, sólo podemos ejercerlo, cumplirlo, practicarlo, de una manera: amando al prójimo. No puede ser algo abstracto…
Es tanto como decirnos que es absurdo pretender “concretarlo” en una norma objetiva y controlable, porque lo que sí es imposible por completo es querer reducirlo a una lista de “obligaciones”, a un conjunto de “leyes”, o a un catálogo de comportamientos definidos y mensurables. Se trata de vivir, y de vivir con plenitud, en perspectiva de infinito… lo imposible hecho posible…
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