INVITACIÓN Y DIGNIDAD (Mt 22, 1-14)
La de los invitados al banquete de boda es otra de esas “parábolas crueles” que nos presentan los evangelios, y que han desconcertado y siguen desconcertando tanto a los exegetas y estudiosos de la Sagrada Escritura, como a nosotros, simples cristianos, por sus aparentes incongruencias y puntos oscuros.
Pero sin entrar en el porqué de esos detalles violentos, (hoy para nosotros difíciles de situar en su contexto y en apariencia innecesarios), la dinámica fundamental de la parábola es clara en sus ejes principales: invitación generosa de Dios- su paciencia e insistencia- el rechazo despectivo de los ricos invitados- “sentencia de indignidad”- universalidad de la llamada- necesidad de ser conscientes de dónde estamos y quién nos invita (llevar “el traje de fiesta”).
Tal vez es una ilustración dramática de aquellas palabras que había dicho Jesús y sonaron terribles: “Qué difícil es que se salve un rico”, mostrándonos hacia donde conduce la autosuficiencia, la propia satisfacción; el no considerar el aprecio y el agradecimiento (la “gratuidad”), el compartir y celebrar, y la convivencia, más que en función de nuestros intereses, de nuestros proyectos personales, y de lo que nos proponemos nosotros mismos “sin tener que dar cuenta a nadie”; e incluyendo a los demás en ese programa de vida nuestro sólo en función de nuestra conveniencia, y nunca como ocasión y disfrute de una actitud de entrega generosa, de servicialidad y gozo en la disponibilidad, de agradecimiento por la vida y el esfuerzo fraterno de la convivencia y del compartir (es decir, el prójimo jamás como prioritario, sino como mero “complemento”…).
Pero en correspondencia con ese “casi imposible” del rico, la segunda parte de la parábola viene a decirnos que tampoco el “no rico” se salva por “no serlo”… también a él le son imprescindibles la disponibilidad y la consciencia de saber quién es Dios y a qué nos llama, porque eso es siempre lo único exigible.
Como Jesús dice, propone, y él mismo lo vive, la actitud de desprendimiento y renuncia a gran parte de todo eso que podemos legítimamente considerar como nuestros “justos derechos y aspiraciones”, pero que conducen forzosamente a tener que comportarnos como competidores y rivales de otras personas; como beneficiarios indirectos del sufrimiento ajeno (que está a la base de gran parte de los logros, comodidades, y ventajas de las clases más aventajadas entre las que nos contamos); como casi obligados a contar con el despilfarro y el exceso (por la aparente “imposibilidad” de reducirnos a lo suficiente e imprescindible, a lo digno sin lujo ni ostentación); esa necesaria actitud de renuncia y disponibilidad para salir de la burbuja consumista de acomodados ciudadanos del sector del mundo más desarrollado y “progresista”, y convertirnos realmente en personas humanas, en compañeros de viaje de todos los seres humanos en la aventura de la vida, más allá de lugares y tiempos, en verdaderos “hermanos en Cristo” de aquéllos a quienes consideramos y son nuestro prójimo, es la única susceptible de situarnos realmente en la senda del evangelio, en la perspectiva de Dios y de su Reino y, con ello, “que la sala se llene de comensales” que son en verdad personas, de invitados al banquete que comparten gozosos y agradecidos el amor y la esplendidez del Rey eterno.
La invitación de Dios es previa a nuestros méritos, se nos da con la propia vida; y, además, él mismo la reitera constantemente de mil maneras y personalmente, acercándose con delicadeza a cada uno de nosotros en su realidad concreta y en la peculiaridad de su persona y de su vida: a cada uno en su momento. Pero la respuesta ya es voluntad nuestra, y sólo podemos hacerla efectiva, solamente es posible, si no anteponemos “nuestros asuntos”, cuyo resultado en el mejor de los casos es efímero, provisional y pasajero, a la real e inmerecida invitación.
Y de ahí surge la necesidad de ser consecuente con tal muestra de interés y de cariño por parte de Dios: el asombro y la gratitud nos debe producir una alegría tan grande, un estupor de tal calibre, abrir una esperanza tal, que no podemos acudir al banquete “sin habernos dispuesto” (“sin vestirnos de fiesta”…). Hemos de saber a dónde vamos y quién nos invita, porque no se trata de una convocatoria de masas, sino de una llamada para “saludarnos” personalmente, para salvarnos, para hacernos de “los suyos”…
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