PERDÓN SIN LÍMITES E INCONDICIONAL (Mt 18, 21-35)
Una de las dimensiones peculiares y definidoras de la vida de Jesús, y una de las que más escandalizaban y provocaban a las autoridades religiosas, porque atenta contra la piedad y la doctrina tradicionales de su modelo religioso, es su perdón absoluto e incondicional; que lo erige no sólo en portavoz y mediador de la voluntad de Dios, de su amor y su indulgencia, sino en fuente de ese perdón, en detentador de la propia autoridad divina; conclusión necesaria e intolerable: en persona divina…
Dios no es el que castiga, sino el que perdona; y cuando se hace presente en el mundo no ejerce su poder para juzgar y condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él…
Y desde ese momento de la irrupción de Dios y el ya de su Reinado, consecuentemente, el perdón forma parte ineludible de la vida de sus seguidores, de los conjurados por el evangelio de Jesús. Perdonar una y mil veces le es exigible al cristiano, es una imposición para el discípulo, porque es inseparable del amor sin límites y de la comunión fraterna. No hay nunca ninguna posibilidad de excusa para negar el perdón, dilatarlo, o evitar el pronunciarse por él. Porque más que de “actos puntuales” en los que mostrar paciencia o indulgencia, de ocasiones a enumerar y contar; se trata de una actitud vital de mansedumbre, paciencia y generosidad en la que uno se encuentra comprometido al haber optado por sumergirse en el Espíritu Santo ofrecido por el propio Hijo a quien le sigue.
Porque la convivencia humana supone tal cúmulo de actividades, circunstancias y personas, que incluso con las más cercanas y queridas es imposible coincidir en todo y tener un pleno acuerdo no ya en lo insignificante y casi banal, que es fruto de la “diversidad de gustos”; sino también en las cuestiones importantes y decisivas que determinan los valores y el dinamismo de nuestra vida. Es precisamente esa diversidad la que nos enriquece y hace crecer como personas, otorgándonos la dignidad que tenemos, conformando nuestra libertad, y adquiriendo a través de ella madurez, cordura y conciencia de la dimensión trascendente de nuestra persona y nuestra vida. Porque es la consciencia de nuestra identidad peculiar y propia, nuestra radical indigencia, y la necesidad imperiosa del prójimo y de Dios, quienes nos dan acceso a la dicha y el gozo de ese Reino que irrumpe impetuoso con la presencia de Jesús y que percibimos como sentido y horizonte de nuestra existencia y del mundo.
Sin embargo, los enfrentamientos, enfados, disgustos, incomprensiones y malentendidos están a la orden del día en nuestras relaciones personales, velando y oscureciendo esa riqueza feliz de la comunión eclesial que Dios nos propone y a la que nos llama y estimula. Y, cuando nos dejamos llevar por ellos, envenenan la convivencia, amargan la vida, nos angustian e incomodan, ofenden, perjudican y entristecen a nuestros hermanos y al mismo Dios, y nos alejan indiscutiblemente del evangelio y del estilo de vida propuesto y vivido por Jesús, y reclamado por él a sus discípulos.
De tales escollos sólo podemos salvarnos no ya perdonándonos ocasional y puntualmente, como si se tratara de poner a prueba periódicamente la paciencia y hacer un ejercicio reiterado de aguante, como intentando batir un récord el mayor número posible de veces; sino viviendo de tal manera que la ofensa resulte imposible y, por tanto, jamás nos sintamos heridos ni siquiera por la injusticia en el trato, por el desprecio, o por el rechazo manifiesto.
Estar dispuesto a perdonar “setenta veces siete” no significa poner un contador a la bondad y a la indulgencia, mostrando cómo somos capaces de mejorar cifras en un supuesto libro de contabilidad divino, para reclamar un día un buen puesto, como si de una oposición se tratase… sino que es la forma de indicar Jesús a sus discípulos, a nosotros en tanto que seguidores suyos, que confían sinceramente en él y pretenden seguir sus pasos y cumplir su voluntad, la absoluta e innegociable actitud de mansedumbre e indulgencia, de delicadeza y de ternura, que debe presidir nuestra relación con los demás y marcar la trayectoria completa de nuestra vida.
El perdón y la puerta siempre abierta al prójimo, de modo incondicional y sin considerar su posible, o cierta, “culpabilidad” o su supuesta indignidad, son imperativos para el discípulo, ineludibles, e incluso la “piedra de toque” de la fidelidad al Maestro, son el auténtico índice de la real confianza y fe en Jesús…
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