SALVAR AL HERMANO  (Mt 18, 15-20)

SALVAR AL HERMANO  (Mt 18, 15-20)

La prioridad del prójimo es tan central y radical en la vida cristiana, que uno nunca puede quedar indiferente ante el error o la equivocación de su hermano; y, si lo constata, ha de acudir a advertirle de su fallo, para que así no se vea privado del perdón y la bondad de Dios, siempre a su alcance. Porque no es otra la intención de esa advertencia: que recupere la consciencia de su vida y del amor de Dios por su persona.

Aportar lucidez y fortaleza a quienes hay a nuestro alrededor forma parte de las tareas “rutinarias” del discípulo de Jesús. Así como la forma de vida y las palabras suyas daban que hablar, porque resultaban siempre, por un lado provocadoras, convocando a vivir confiada y abiertamente, sin recelos ni temores, y sin ahorrar esfuerzos a la disponibilidad y a la entrega; y, por otro, eran una constante ocasión y ejercicio de delicadeza y de perdón, un permanente refugio para cualquiera persona herida o atribulada, y un contagio de fortaleza y ánimo para los decaídos; así también el discípulo, aún sin pretenderlo expresamente, debe irradiar siempre claridad y luz, de modo que a su paso pueda cualquiera adentrarse en lo profundo de la realidad y de la vida, y con ello enriquecerse personalmente, recobrar, si la ha perdido, su lucidez y su conciencia, y saberse perdonado y animado por Dios, así como convocado a su llamada generosa.

Porque en el discípulo de Jesús, en un miembro de su iglesia, no existe el más leve atisbo de conciencia de superioridad, de dirigismo, o de afán de juzgar, menos aún de imponer sus “criterios cristianos”, de desautorizar a los “gentiles y paganos”, o de dictar las normas de conducta a sus conciudadanos; sino tan sólo afán de “salvar la oveja extraviada” llevándola sobre los hombros, deseo de unidad fraterna, disponibilidad a la propia entrega para que se salve el prójimo…  Una vez más: es hacer presente la indulgencia y la bondad del Maestro, Jesús, su proexistencia, que le impulsa a sufrir y padecer realmente por la infelicidad ajena, por su tristeza, por su indolencia. No se trata en absoluto de juzgar o querer imponerse o convencer, sino de intentar otorgar lucidez y conciencia de los límites propios para poder abrirse a Dios, a la par que mostrar su infinita paciencia y su perdón generoso.

Porque parte importante de nuestra responsabilidad cristiana es contribuir a que el otro descubra a Dios no como amuleto o como ídolo, sino como quien resuelve la pequeñez y las miserias (inevitables) de la vida desde lo más profundo de nuestras aspiraciones, y con el reconocimiento de nuestra deficiencia. Y convertirnos así, sin ninguna pretensión personal y con el gozo de desgastarnos nosotros para que los demás vivan, en enviados que ayudan a descubrir la dicha de esa aventura que es el horizonte divino abierto en nosotros por la persona de Jesús; es decir, ser simples testigos tanto de la impotencia humana como de ese horizonte de infinitud divino.

Porque la recriminación autoritaria, el castigo, la desautorización del otro, la voluntad de imposición de las normas propias, la culpabilización y penalización, por justas que sean, no forman parte de la dinámica evangélica, ni son lo que nos reclama Jesús; sino la salvación del prójimo, el consumir nuestras fuerzas y nuestra vida por conducirlo hasta él, mostrándoles personalmente, con nuestra propia vida y con una limpia y sincera relación con él, la eficacia del amor, la fortaleza del Espíritu recibido, la esperanza de lo infinito…

En verdad, la única y verdadera misión del cristiano, como seguidor fiel de Jesús, como apóstol, es salvar al hermano

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