¿UN DIOS DEMASIADO HUMANO?   (Mt 16, 21-27)

¿UN DIOS DEMASIADO HUMANO?   (Mt 16, 21-27)

Si resulta sorprendente, y cuesta de creer incluso para una persona “religiosa” (es decir, que toma la vida con conciencia de que hay en ella un nivel de profundidad y de sentido, un “algo” enigmático que constituye su verdadera razón de ser y su auténtica perspectiva de futuro), el hecho de que Dios venga en persona a este mundo material, que se encarne, y se experimente a sí mismo en los límites de nuestra finitud, de modo que podamos decir con certeza de Jesús, aún sin comprenderlo del todo ni atisbar las consecuencias de ello: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”; todavía resulta más sorprendente y “revolucionario”, del todo inaudito, imposible de ser sospechado, y mucho más allá de cualquier posible ficción, el que, además de encarnarse, lo haga hasta el extremo de correr el riesgo de nuestra propia personalidad humana; o sea, expuesto a la debilidad y al sufrimiento, condenado irremisiblemente a la muerte, “incapacitado” (por “carnal”) para ser un “superhombre”, y sometido a la precariedad y a la injusticia de la arbitrariedad humana, a la fragilidad, el desamparo y la impotencia de cualquiera de nosotros.

Que la estancia de Dios en nuestro mundo, creado por él, no sea un paseo tranquilo y cómodo, o una exhibición más o menos velada pero deslumbrante, parece contradecir la propia intención que pudiera él tener para experimentar el ser “uno de los nuestros”; porque es de suponer que al “hacerse humano” pretende que lo reconozcamos como Dios comprobando admirados y expectantes su gran poder y su majestad infinita. Por eso el propio Simón Pedro, que le ha confesado entusiasmado su reconocimiento divino, no puede dejar de llamarle la atención sobre las que él considera “necesarias consecuencias” de que Jesús sea el propio Dios… de otra manera, está decepcionando al mundo, contraviniendo nuestras expectativas más lógicas y piadosas, y situándose en el terreno de lo inconcebible e incluso criticable.

Pero es ahí, justamente, donde está el misterio: Dios no viene a “jugar a ser hombre”; o , simplemente, a experimentar desde la finitud creada lo que es ser persona humana, ni a colmar un “más difícil todavía” circense; sino a culminar su creación, porque la única forma de integrarla en él (que es el único fin por el que Dios puede “decidir” crear algo, habiendo promocionado esa creación hasta la libertad y la autonomía del sujeto humano), era decidiéndola a hacerlo libremente, “desde dentro”, y no imponiéndola o forzándola como única alternativa posible.

Por eso pretender, o simplemente desear, que Dios cuando llega a hacerse hombre, no sufra ni esté sometido a la impotencia y la fragilidad de lo material, de la carne humana, es algo absurdo y es “tentar” al mismo Dios… porque es proponerle otra forma distinta de encarnarse, que sería equivalente a no hacerlo y conformarse con una simple pantomima, un disfraz, una disparatada comedia divino-humana falsa y necia, similar a cualquier otro extravagante relato mitológico, en los que tanto dioses como hombres están sometidos al “Destino”, a la «Fatalidad», a la necesidad inaccesible y equiparable al absurdo, el vacío y, en definitiva, la nada…

La creación y su culminación en la persona humana, no consiste en prepararse Dios un escenario, y con los hombres un público; sino en hacer que su amor desbordante, infinito, se plasme de un modo extradivino, como participación en su “exceso de vida” y como incorporación a su infinitud. Pero desde ella misma, con sus límites creados, su libertad, su voluntad y su esfuerzo; de lo contrario, no habría “seriedad” y coherencia en lo divino, y entonces el único criterio concebible sería el del capricho y la arbitrariedad, y no existiría ni la persona como tal, ni un Dios del que valiera la pena “ser imagen y semejanza”.

Por eso, en nuestra propia fuerza creativa, basada en nuestra inteligencia y en nuestra voluntad, descubrimos nuestra “imagen y semejanza” con Dios; y ella se pone a prueba asumiendo consciente y responsablemente sus límites, precisamente para así poder trascenderlos.

El Dios hecho hombre no es el personaje que rompe el huevo desde fuera, sino el germen de vida inscrito en él, y que lo hace eclosionar lleno de fuerza y abriéndolo al futuro.

“Tentar a Dios” es querer ser simplemente su esclavo, no su creación; conformarse con una absoluta e irresponsable sumisión sin compromisos; ahorrarse la experiencia de la debilidad y el riesgo, o pretender sobrellevarla como convidados de piedra… Pero el amor de Dios invita a más, y su Hijo encarnado nos lo anuncia, nos lo pide, lo comparte, y nos acompaña…

En definitiva, sólo se trata de seguir sus pasos: son los pasos de Dios…

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