EL RECHAZO DE JESÚS (Mt 15, 21-28)
El relato evangélico de la mujer cananea voluntariamente ignorada por Jesús en principio, aparentemente rechazada de forma contundente después, y, finalmente elogiada y aceptada; siempre ha resultado sorprendente y desagradable a primera vista, dada la acritud y el distanciamiento, en principio incomprensible en él, mostrada por Jesús.
Pero también muestra claramente que en Jesús (en Dios), el en ocasiones manifiesto y evidente rechazo, no es una negativa; sino, más bien, una “puesta a prueba”, el indicativo de que no podemos optar por lo fácil y ventajoso sin una implicación personal y directa, confesante y arriesgada. Lo que Jesús (y Dios) desautoriza es la pasividad y la petición interesada, y tantas veces egoísta, reclamadora de favores y beneficios sin ningún tipo de compromiso ni de implicación real en la recepción de ese Reino que con él irrumpe en la historia humana.
Porque basta el reconocimiento explícito de nuestra aceptación sincera e incorporación a su evangelio, para que Jesús “corrija” ese rechazo inicial suyo, cuando no podía aún percibirse la confianza radical que reclama el seguimiento, y la voluntad real de “vivir desde Dios”; sino que mostrábamos sólo nuestro afán de que la providencia nos fuera favorable y que Dios estuviera de nuestra parte sin más… Y es que la perseverancia es índice de la verdadera confianza, pero sólo puede ejercerse desde el humilde reconocimiento de la propia indignidad. De otra manera se convierte en impertinencia.
Se podría justificar fácilmente la desabrida (y, como tal, sorprendente en él) respuesta de Jesús a la mujer cananea, y su voluntad de ignorarla (los discípulos van más allá y le piden abiertamente “que la despida”, porque les resulta molesta…), considerando simplemente que cuando se está en terreno hostil, como es el caso, uno cuenta con recibir reprobaciones e inconveniencias, provocaciones e invitaciones a marchar de allí, porque su presencia resulta molesta y provocadora; e incluso cuando hay alguien que le pide algo, sometiéndose aparentemente a su persona, a pesar de ser rival y opuesta, uno lo escucha con recelo y desconfianza… es preciso verificar la sinceridad de la petición, y comprobar si se trata de un sincero y honrado reclamo o de una burla; si es alguien atraído realmente y convertido en discípulo confiado y entregado, si es un vulgar aprovechado, o incluso si se trata de un desafiante opositor y enemigo, reclamando insolente y escandalosamente una especie de “tasa de aduana” al forastero, por otro lado despreciado o minusvalorado, para “ponerlo a prueba”…
Pero no es preciso buscar argumentos exculpatorios de la crudeza de Jesús en su trato a esta mujer. Lo que parece presentar Mateo en el relato es, concisamente, un intento explicativo o “pedagógico” por parte de Jesús que haga comprender el porqué de su voluntad de ignorar la petición (que no se debe a un capricho o a animadversión suya hacia nadie): él manifiesta así, abierta y públicamente, cuál es su misión, y a quiénes ha sido enviado… “El Hijo” no es un mago o un hechicero, capaz de obrar prodigios, y que recorre pueblos y aldeas como quien acude a ferias, para exhibir su poder y sentirse halagado y gratificado con el reconocimiento de su personalidad excepcional…
Por otro lado, a estas alturas del evangelio cualquier lector, como cualquiera de los contemporáneos acompañantes de Jesús, conoce sobradamente que su absoluta y desinteresada disponibilidad y proexistencia, su ser-para-los-demás, le hace imposible rechazar a nadie (de ahí que se haga necesaria la explicación ante su silencio inicial cara a la mujer).
En conclusión: no hay, pues, nunca por parte de Dios rechazo u hostilidad, sino exigencia de comprensión y coherencia respecto al reconocimiento de esa autoridad suya, dispuesta siempre a ayudarnos. Se trata de decirnos: sólo aquél que es plenamente consciente de “quién es el Mesías”, de que Él es la culminación de la Historia de la Revelación de Dios a la humanidad a través del pueblo de Israel; solamente ése podrá tener un verdadero encuentro con Él, más allá de beneficiarse con “un milagrito a voluntad”… Y sólo entonces, el milagro será ocasión de salvación, de integración en su Reino, de incorporación al regalo de vida divina accesible por medio de él…
Porque de lo contrario, ese “milagro” posible, únicamente haría de nosotros personas tal vez agradecidas, pero insensibles al verdadero misterio de su persona, al auténtico y casi nunca reconocido milagro: el de su presencia entre nosotros… Con ella queda definitivamente banalizado todo otro milagro…
Deja tu comentario