SERENIDAD Y ALEGRÍA (Mt 10, 26-33)
El miedo y la tristeza son contagiosos. Como lo son la serenidad y la alegría. El anuncio del evangelio, como culminación que es de la revelación de Dios, encarnándose el propio Hijo, es llamada constante a la confianza y a la gratitud por el don de la vida y por ese impulso divino, esa “imagen y semejanza” suya, inscrito en ella. Es una constante invitación a la serenidad y a la alegría.
Pero hemos de saber lo mucho que excede ese “proyecto divino de salvación” ofrecido a nuestras reales posibilidades y a los medios limitados y caducos que están a nuestro alcance mientras moramos en la tierra. Hemos de saber, que nos amenaza el miedo y la tristeza, el dolor y el desánimo, la impotencia y la cobardía; y que en ese entramado de complicidad y victimismo en que se resuelve nuestra existencia, en esa red sutil de connivencia con “el Mal” (“no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero…”), y de responsabilidad compartida por llevar nuestras relaciones humanas y sociales al terreno de la rivalidad y la competencia, del enfrentamiento y la discordia, de la desautorización ajena y la pretensión de imponer nuestros criterios y erigirnos en adalides únicos de las “buenas causas”; en ese escenario casi autónomo y preprogramado, hay motivos suficientes para sentir la amenaza de lo desagradable y dañino, del dolor y la condena injusta, de la resistencia al bien y del triunfo (tal vez sólo momentáneo pero innegable y casi insufrible), del mal; es decir, que nunca nos van a faltar ocasiones para justificar una renuncia al seguimiento, para conformarnos con la pasividad, e incluso la “parálisis”, en nuestro compromiso y nuestra militancia, para negar el perdón y renegar de nuestros ideales al considerar que el precio a pagar es demasiado elevado o el sufrimiento inmerecido excede lo que estamos dispuestos a soportar.
Sin embargo, la constatación de nuestra incapacidad para hacer de este mundo y de la sociedad humana un paraíso de convivencia fraterna, de felicidad y dicha, que lleve a cabo y cumpla nuestras mejores deseos y expectativas; y la evidencia de cómo fracasamos en nuestra propia vida y en nuestros proyectos comunitarios, no deben ser nunca motivo para abandonar, rechazar, o debilitar nuestro anhelo profundo por esa realidad a la que aspiramos, y que Dios nos tiene prometida como el auténtico y definitivo “destino” personal y universal.
¿Nos sorprende? Siempre vamos a encontrar motivos para lamentarnos; fundadas razones para esgrimir nuestro disgusto y nuestra protesta; sobradas ocasiones para recelar y temer incomprensiones, calumnias y traiciones; momentos de soledad y miedo ate la incomprensión y la condena injusta o la exclusión;… y es que a quien sigue a Jesús las cosas le pueden ir tan mal como le fueron a él…
Y es precisamente él, el que llegó en el rechazo y la incomprensión hasta la cruz, el que nos dice casi desafiante: “dónde está el miedo?… Que viene a ser el reverso de su convocatoria: ¿Qué te creías al seguirme? ¿Que ibas a triunfar?… ¡Pues claro!… Pero tu triunfo es el de Dios: el oculto y misterioso, aunque seguro e innegable, el que nadie puede desbaratar ni conculcar; el de una cruz, que precisamente al serlo, es germen de vida… Por eso no ha lugar al miedo y la tristeza; porque lo que él nos transmite es serenidad y alegría… Nos las regala al acompañarnos…
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