LA VIDA COMO MISIÓN (Mt 9,36-10,8)
Desde hace unos años, y desde las instancias “oficiales” de la Iglesia, los reclamos y llamadas a la “evangelización” son constantes; y, más que insistentes resultan ya fatigosos y cargantes, habiéndose convertido en un lugar común de cualquier discurso eclesial y de toda llamada a una “actualización del evangelio”. Como tantas veces y en tantas cuestiones, habría que hablar menos… y, como casi siempre y en todo, la única urgencia, que no depende nunca de “eslóganes” a la moda o de “palabras talismán”, es la de vivir realmente con la mirada y los oídos atentos a Jesús y a la trayectoria inconfundible y bien conocida de su persona y su mensaje.
A ningún auténtico cristiano, sincero y humilde, responsable y realmente “enamorado” de Jesús; hay que decirle que vivir la fe cristiana y el seguimiento supone un compromiso de “ser testigo” de ese “modo de vida” propuesto por Él como identificativo de sus discípulos, y que requiere hacer presente en el pequeño círculo de nuestra vida esa misericordia, esa bondad y ese perdón, cuyas consecuencias son aportar felicidad y alegría a la vida de las personas, abriéndolas a la gratitud y la esperanza en Dios. Cualquier discípulo sabe, sin hacer aspavientos ni emplear discursos grandilocuentes, cómo “el amor de Cristo nos apremia”… es decir, nos está siempre urgiendo a hacer presente la incondicional entrega al prójimo, y a ser en este mundo, desde la perspectiva limitada y aparentemente intrascendente de nuestra persona, “luz del mundo y sal de la tierra”.
Es cierto que existen todavía muchas personas que vinculan su fe en Jesucristo, por encima de todo, a la institución eclesiástica como depositaria de valores “religiosos”, de tradiciones significativas, y de una consideración de los valores humanos a menudo puesta en entredicho por las modas sociales, por pretendidos “progresismos”, o por visiones que se presentan como “asépticas” y son interesadas; pero tales personas y tal forma de pensar necesitan salir de una visión parcial y miope, unilateral y muchas veces falseada, respecto a la fe cristiana. Y es conveniente, por tanto, que la propia Iglesia “oficial”, la institución y su jerarquía, les recuerde dónde se sitúa la piedra de toque del ser cristiano y a qué convoca expresamente Jesús cuando propone una comunidad de discípulos: a una continuidad de su presencia, un “estar en misión”, un modo de vida tan peculiar y exigente como el suyo, y cuyo riesgo es la cruz…
Haber configurado los signos identificativos del discípulo con los rasgos de pertenencia a una institución eclesial, a la Iglesia Católica como organización jerárquica, identificándose con sus gestos, rituales y costumbres, adopción acrítica de planteamientos oficiales y dinámica de poder y dominio; de imposición, adoctrinamiento y proselitismo… todo ello hace necesario que quienes parten de la satisfacción con esas perspectivas, e incluso de la pretensión errónea de que son ellas las definidoras del “buen cristiano”, sean desautorizadas por las propias instancias eclesiásticas. Pero debería bastar con haberlo dicho clara y rotundamente una vez, y hacer de ello punto y aparte, adoptando también clara y rotundamente un ritmo alternativo y una praxis consecuente.
Eso es, justamente, lo que no se ha hecho, lo que falta; y por eso se insiste tediosa y machaconamente en lo que todos sabemos ya, y que, sin embargo, no nos decidimos a constituir en motor de una actitud distinta, en promotor de ese modelo sinodal ahora por fin propuesto por el Papa Francisco, y que sólo puede y debe conducir a un vuelco auténtico, a una verdadera y evangélica revolución en la vida de parroquias y diócesis, que son las “iglesias locales” donde se hace (o no se hace…) presente y comprobable realmente la sinceridad de la voluntad de servicio y comunión, la vivencia del compartir y de orar, de profundizar en conocimiento (estudio y exigencia) de nuestra fe, de celebrar en el contexto y con el entorno de nuestra vida diaria, vecinal y fraterna; más allá de actividades sectarias, de grupos o dinámicas autosuficientes, exclusivistas y con tintes de sociedad secreta…
La misión del cristiano no es algo añadido a su fe en Jesús; al contrario, es su vivir desde y por Jesús, tomando plena conciencia del sentido y horizonte de esa propuesta que hace a quien quiere seguirle y sentarse con él a la mesa… Porque no se trata de que “a quien tiene fe en Cristo”, se le añade ahora la “misión”; sino de que “vivir al modo de Jesús”, aceptar su propuesta, la que nos hace personalmente al llamarnos por nuestro nombre, es ya “estar en misión”, vivir sabiéndose responsable y portavoz de su misericordia y su perdón; es desarrollar nuestra existencia desde sus estigmas divinos; por eso nos encarga llevarlo a cabo en nuestro propio entorno, en la cercanía, sin necesidad de marchar a lugares ajenos y lejanos, simplemente allí donde hayamos decidido habitar y donde transcurre nuestra vida, en nuestro pueblo y con los nuestros… porque ser testigo y hacerlo presente donde estamos nos viene impuesto con la llamada a seguirle…
Sin ninguna duda: mi misión es mi vida, mi vida cristiana, y no algo que añadir a ella… Eso sí, supone que he dicho “sí” a vivir como Jesús…
Deja tu comentario