VIVIR PARA EL OTRO  (Jn 3, 16-18)

VIVIR PARA EL OTRO  (Jn 3, 16-18)

Esa forma, ya hecha común por la teología, de hablar del ser y de la persona de Jesús definiéndola como proexistencia; o, en otros términos, como del “hombre para los demás”, nos da acceso y nos abre al misterio de Dios, de su esencia; pues es ahí donde radica lo peculiar y original de Jesús, su singularidad sorprendente y reveladora, esa inconcebible y desafiante autoridad en su hablar y en su obrar; a la par que esa pretensión suya, escandalosa y provocadora para sus más devotos y religiosos contemporáneos, de absoluta intimidad con Dios, sólo reconocida y afirmada definitiva y espectacularmente con su resurrección y ascensión, y tras la inesperada efusión del Espíritu Santo en Pentecostés.

Ese talante definidor de la personalidad de Jesús, situándola en el terreno no sólo de lo inagotable y misterioso (donde, en definitiva, nos situamos todas las personas, incluso para nosotros mismos), sino de lo “sobrehumano”; es decir, de lo desconcertante e inconcebible en términos exclusivamente humanos, ya que trasciende los límites y posibilidades meramente “naturales”, creados; ése es el que nos ofrece un atisbo de comprensión, de acceso a su persona como miembro de nuestra humanidad, cuyo resultado y consecuencias ineludibles es el de tener que situarlo forzosamente en la esfera divina y, desde ahí, introducirnos a nosotros mismos unidos a él, desde nuestra incompetencia en las “cuestiones de Dios” y nuestras erradas perspectivas al considerar lo trascendente y lo divino, en las entrañas del mismo ser divino, que nos revela en el Hijo su esencia, al mostrarnos su forma de vida, e identificando su personalidad intransferible. O, dicho en otras palabras, lo que hace es definir con claridad los ineludibles interrogantes a los que no podemos sustraernos como criaturas; y, al propio tiempo, al delimitarlos, y hacer que con ello desaparezca el oscurantismo, los fuegos fatuos, los componentes de superstición e idolatría a los que tendemos en nuestra deriva “religiosa”, elimina de nuestra vida la tensión y la angustia, y define cuál es realmente el patrimonio de lo divino: el amor interpersonal, inagotable y eterno, que enriquece sin medida y sin límites, congrega en el gozo de la unidad compartida, y sitúa a las personas en un horizonte eterno inabarcable.

Dios, evidentemente, nos es incomprensible; por eso es Dios. Pero sabemos mucho de Él. Tanto, que no podemos expresarlo todo, si no es hablando de forma extensa y paradójica, tan inagotable y enriquecedora como nos lo hace evidente la persona de Jesús a través de su vida, incluida su muerte y resurrección, e incluida también esa experiencia portentosa de Pentecostés, culminante de la revelación, y conciencia de una plenitud inabarcable.

Tanto sabemos de Dios gracias a Jesús y a esa infusión del Espíritu Santo, que nuestra única manera de “ponerle nombre” es referirlo a lo más profundo y resumirlo en ese hablar de Trinidad, que nos permite aglutinar y condensar toda su riqueza, delimitando su misterio sin pretender comprenderlo, al expresar con él todo el infinito del horizonte de las personas y todo el eterno e ilimitado vértigo del amor que une y respeta al otro, que se resuelve en un fluir constante de intimidad, de recepción y entrega, de hundirse en el otro para encontrarse a sí mismo; y eso, además, sin afán de exclusivismos, en apertura y abrazo perfecto, culminante…

Hablar de Trinidad, en seguimiento y coherencia con la experiencia de Jesús, el Cristo, es huir de fantasmas y de “espíritus ocultos”, de omnipotencias caprichosas y ajenas, tanto como de absurdas y necias incoherencias fantasiosas pretendiendo mundos paralelos o manipuladores ultramundanos; es rendirnos a la evidencia de un Dios cercano, tanto que rompe nuestros presupuestos y esquemas, nuestra escala y medida de la realidad y de la persona, y nos adentra y da luz respecto al verdadero enigma de la vida y al misterio personal en que se inscribe: el de una divinidad que no podemos, como pretendíamos, suponer a nuestra manera, según nuestros baremos y criterios (por sofisticados y racionales que nos parezcan); sino que, precisamente por “profundo y misterioso”, por insondable desde nuestra caducidad y nuestras limitaciones, nos resultaría siempre inasible, huidizo, más allá de lo imaginable… es decir, no sólo Único (monoteísmo), sino Trinidad (tripersonal)… el Dios de Jesús… el Dios que es Jesús… el Dios del que somos portadores… el que nos convoca a sus entrañas, desde las nuestras…

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