PENTECOSTÉS
I
Edificar la Iglesia
con la fuerza del mismo Espíritu Santo.
Ser piedra viva
para convertirme en templo de Dios.
Arder en su fuego;
sentir su caricia
y la delicadeza de su abrazo…
Y convertirme en su mensajero,
en su voz,
en el transmisor de su aliento de vida,
porque Él me habita,
me anima,
y me convierte en su antorcha
en medio de un mundo oscurecido y apagado.
Saberme responsable
de construir su Reino,
de edificarlo y,
unido al Cristo,
tejer su red de amor
con todos mis hermanos.
II
Sentir que es su fortaleza
la que me hace fuerte,
su luz la que me alumbra,
su gozo el que me inunda,
su vida la que me penetra,
irrumpiendo en mi persona
y proyectándola al futuro eterno,
a lo imposible sin Él…
Ser morada de Dios,
propiedad suya,
su sagrario…
porque vacío y anulo mi egoísmo,
mi interés,
mi yo pretencioso y altanero,
para dejarle a Él lugar en lo más hondo,
en lo decisivo,
en las entrañas de mi ser creado.
III
Poder al fin no tener miedo,
y estar seguro del futuro…
porque no es mío,
sino de Dios y su misterio.
Sabiéndome tan débil e indigente,
sentirme acompañado por mi Cristo;
y con la fuerza del Espíritu Santo,
que me habita y me hace fuerte,
convirtiendo mis balbuceos inconexos
en discurso y mensaje de evangelio.
Sí,
Sabiéndome, por Él, capaz de lo imposible:
de bondad y santidad
a la medida de Dios,
convocados como hermanos por su aliento.
Pentecostés: soplo del Espíritu,
promesa ya cumplida,
comienzo del futuro,
realidad de la utopía…
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