DEJARSE LLENAR DE DIOS (Jn 20, 19-23)

DEJARSE LLENAR DE DIOS (Jn 20, 19-23)

Pentecostés: don y tarea. Impulso y fuerza de vida. Fuego incontenible e inextinguible del Espíritu Santo; pero para cumplir con una misión irrenunciable en su nombre: la de Jesús, la del perdón, la del amor de Dios… Hacer capaz a Adán de no pecar, volver al comienzo desde la meta, ya alcanzada gracias a una cruz que enmienda la fractura de este mundo a causa de la torpeza humana… El hombre que culminara la creación no se encontró hasta que llegó un Jesús crucificado, el único Justo merecedor de ser resucitado, y que hace posible que la promesa de Dios sea cumplida: su trascendencia absoluta hecha acontecimiento de la historia, la persona humana transida de su esencia indefinible, su misterio inagotable haciéndose carne en nosotros; y su aliento, si lo dejamos, penetrando en lo más íntimo de nuestra persona, marcándonos un horizonte infinito, y regalándonos esa fuerza sobrehumana imprescindible para llegar a él. Ya no hay que esperar más: el Espíritu Santo se ha quedado con nosotros. La decisión salvadora de Dios es irrevocable. Su presencia también.

        Pentecostés es volver a tomar Dios la iniciativa, para culminar su obra. Es volver a crearnos, re-crearnos: mostrar de nuevo el tesoro inagotable de su bondad y su paciencia, de su amor y su ternura. Y volver a querer habitar en lo profundo de nosotros, insuflar la claridad de su Espíritu Santo en la oscuridad de nuestro barro indómito y rebelde; es hacer definitiva la provisionalidad de un aliento que era promesa cuando nos infundió un soplo de vida para hacernos “a su imagen y semejanza”, y que nosotros despreciamos al hundirnos en la ciénaga de nuestros errores, de nuestro egoísmo, de nuestros pecados y fracasos.

Así, Pentecostés es nacer de nuevo para Dios al dejarnos llenar de él, iluminar con su luz, calentar con su fuego, ser eco de su voz y transmisor de su caricia a lo creado, construir su Templo vivo; y convertirse así en la presencia eficaz, real, incomprensible pero también indudable, del mismo Espíritu Santo, prometido a Adán, anunciado por Cristo y enviado tras su Pascua.

Y con ello es volver a recibir su encargo de divinizar este mundo haciendo germinar en él, al transmitir su savia, hecha sangre nuestra a través de la propia de su Hijo crucificado, los frutos de un Reinado eterno, único horizonte en el que quiso inscribir Dios su creación, dando vida a nuestra persona humana…

El plan original y eterno de Dios, que es (en palabra nueva, pero la única apropiada y certera) ex-simismarse, no puede ser frustrado por nuestra maldad, nuestra incuria o nuestra indolencia, porque en él estaba prevista la entrega del Hijo encarnado y la oferta graciosa del Espíritu Santo insuflado. Por eso, más allá de nuestro cómplice y fatal rechazo, Pentecostés es la re-creación tras la manifestación definitiva, tras la Revelación ya cumplida y accesible en su plenitud; es la “apropiación” del Espíritu Santo por la persona del apóstol, del cristiano, de quien ha percibido en Jesús al propio Hijo, llegando con ello a lo más profundo, al abismo más hondo, al interrogante decisivo, cuya respuesta llega “de lo alto”, del misterio, de la plenitud del horizonte ahora puesto a nuestro alcance desde la trascendencia divina que impregna nuestra propia persona y nuestra vida.

Porque Pentecostés es tarea: la tarea de Dios en este mundo, encargada por Él a los únicos capaces de llevarla a cabo: aquéllos conjurados con el Hijo, los entusiastas receptores de su gracia, del Espíritu que visibiliza el misterio al hacerlo fuego inextinguible dador de vida…

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