ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Mt 28, 16-20)

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

                “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra” 

                La Ascensión de Jesús supone hacer de la tristeza de la muerte la celebración del triunfo, convirtiéndola en la alegre y feliz despedida de Aquél que por fin accede definitivamente a la Vida. Es arrebatar a la muerte el miedo y la negatividad de su carácter destructivo de lo visible conocido, y la incertidumbre inquietante de su cuándo y cómo, para hacerla transparente, revelándonos su verdadera naturaleza: hacer posible y permitir, “espiritualizando” nuestro propio cuerpo material, para hacerlo incorruptible (como decía san Pablo), nuestro ingreso en la trascendencia divina, última y originaria razón de la existencia de nuestra persona creada.

Somos conscientes de que nuestra materia terrenal es perecedera, y ha de “revestirse de inmortalidad” para que siendo, como es, elemento de nuestra identidad personal, podamos acceder a lo perenne y eterno como quienes somos. La inquietud nos la origina la opacidad de esa circunstancia de la muerte, cuya ignorancia permite y causa el “temor y temblor” ante ella. Es ahí donde se sitúa no sólo la Resurrección, sino sobre todo la Ascensión de Jesús, como manifestación de transparencia, de que sintamos y sepamos la partida de este mundo no como una destrucción, aniquilación o pérdida; sino como el logro final, la condición última necesaria, y por fin lograda, para poder “subir al cielo” y no disolvernos en el cosmos, el éter o el espíritu”

        Jesús no “sube al cielo”, como quien ofrece un espectáculo nunca visto. Ni tampoco como quien quiere dar a los suyos la prueba definitiva, un milagro “en exclusiva”, y decisivo para lograr el convencimiento de que Él es Dios. La Ascensión de Jesús es mantener lo que siempre había sido el distintivo desafiante de su vida: la absoluta transparencia, la visibilidad del misterio divino a través de su persona. Es el último dato de la revelación: tras haber marcado el horizonte de nuestra vida terrena, quiere actualizar ahora y hacernos patente su destino, su meta; y mostrarnos, más allá de toda duda,  que la identidad, que nos es proporcionada por nuestro propio cuerpo por caduco que sea, está preservada, garantizada, proyectada al propio misterio de la vida eterna en la trascendencia a la que nos convoca. Ése es el “poder” de Dios…

        No hay ninguna duda de que Jesús no “ascendió y subió al cielo”, así, materialmente, elevándose desde el suelo hasta las nubes; pero tampoco hay vacilación alguna al afirmar que ese hombre Jesús, muerto clamorosa y “notarialmente” en la cruz; tras su existencia y trágico final en la tierra fue reintegrado en esa divinidad misteriosa que constituía su peculiar modo de vida en este mundo, su ser persona. Y que se incorporó en la integridad de esa persona suya; es decir, con su mismo cuerpo físico, inalienable de su ser humano, y, como tal, imprescindible para preservar su identidad.

        Y ése es el anuncio y el mensaje de Pascua: el de la resurrección de su carne; y el que nos lleva a decir que la fe cristiana en una vida eterna implica, con la preservación de la propia identidad personal, la resurrección de nuestro cuerpo, cuyos despojos materiales, físicos, quedan hechos, indudablemente, “polvo de la tierra”; pero cuyo sello identificativo nos es absolutamente necesario para afirmar nuestra persona y nuestra mismidad. Seremos los mismos, identificados e identificables por nuestro cuerpo terreno quienes moremos definitivamente en ese “cielo” que es la divinidad misteriosa que nos acoge e incorpora; aunque, evidentemente, con la insuflación del espíritu divino a lo ahora caduco, para que sea dotado de plenitud y eternidad.

        Por eso los mismos encuentros de Jesús resucitado son paradójicos hasta resultar casi contradictorios: un cuerpo “distinto”, que no es obstáculo ni limitación de finitud, pero que es, indudablemente, “el suyo”… Tras la perplejidad inicial, e incluso el casi imposible reconocimiento (dado que al aura del misterio tiñe siempre lo trascendente y divino, mientras nosotros nos aferramos casi siempre a la materialidad de lo sensible y seguro, de lo comprobable y palpable), surge siempre la indudable y solemne certeza, la confesión rotunda: “¡Es el Señor! ¡Ha resucitado!”.

        La vida humana, tal como nos la propone el Dios que nos ha creado, y que sigue acompañando nuestro peregrinaje con su cercanía, sus promesas, su revelación y su gracia; y cuya manifestación de oferta definitiva, irrevocable, y ya presente, de salvación (de incorporación a Él) es su encarnación en Jesús; es en sí misma un camino de “ascensión al cielo”, de adentrarnos progresivamente en el misterio de su divinidad, dejado penetrar cada vez más en nuestra persona el influjo y la fuerza del Espíritu Santo, que habita en nosotros como el plus insuflado a lo creado para hacer eficaz y posible ese acceso, que sólo puede ser definitivo y “actual” cuando lo material y caduco llegue a su final terreno tal como aconteció en el propio Cristo.

        Su Ascensión es la constatación real de que Él ya ha consumado su vida, cosa que todavía aparecía dudosa a los ojos “carnales” de sus propios seguidores tras constatar la ruina aparente de su muerte, tan desgraciada y común como la de cualquiera de nosotros, y además marcada con el sello infamante de haber surgido de una condena y un ajusticiamiento cruel, injusto y despiadado. Y esa real consumación, llevar a plenitud su vida, prevista por Él en el instante supremo (“Todo está cumplido”), es rubricar su itinerario existencial de “ascensión al cielo”, de adentrarse en Dios dando progresiva inmersión al Espíritu Santo que nos penetra, comenzado con el inicio de su humana persona.

                La Ascensión es conocer el definitivo para qué, y el hacia dónde, de la aventura de vivir desde la bondad y el amor, desde Él…

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