CAMBIAR DE RUMBO (Lc 24,13-35)
“¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?” Él les pregunto: “¿Qué?”…
Emprender el camino de la vida con un tono de resignación, de descontento, algo decepcionados porque no percibimos ningún dato “positivo” que aliente nuestra confianza en Dios y nuestro “compromiso cristiano”, es algo que acontece alguna vez a casi todos los creyentes. Aunque no llegamos a “pedirle cuentas a Dios”, sí que nos mostramos disconformes con su silencio, con su evidente pasividad y su aparente desinterés por nosotros; y eso a pesar de que reconocemos “la autonomía de lo creado por Él”, y no confundimos las realidades de este mundo con la esfera divina y su presencia oculta en nosotros.
No creo que sea aventurado decir, que Jesús y su evangelio nos van a decepcionar y provocar desánimo siempre que nuestro caminar se dirija, como el de esos dos discípulos entristecidos, a Emaús… al Emaús de nuestras previsiones y proyectos…
Siempre que habiendo percibido la peculiaridad del evangelio, la convocatoria clara de Jesús y la transparencia de su vida, su teocentrismo y su proexistencia, su empeño en reunir a sus discípulos para hacerlos partícipes de su propia persona; en una palabra, siempre que su palabra y su persona nos han abierto el horizonte de ese Reino misterioso suyo, habiéndonos ilusionado con ello; y, sin embargo, ante el aparente fracaso porque ese Reino no triunfa, ni suscita aplausos sino condena, caminamos volviendo a nuestros negocios y seguimos dirigiendo nuestros pasos a cumplir con nuestros proyectos y programas en Emaús, alejándonos de Jerusalén (san Agustín diría: seguimos construyendo la ciudad terrena…); cuando actuamos como si hubiéramos estado esperando el éxito y la victoria de Dios, y que tal reconocimiento de su “realeza” por parte de la sociedad y del mundo en torno, colmara nuestra satisfacción y nuestro orgullo por seguir a Jesús y ser “de los suyos”; entonces, ser testigos de la cruz nos tiene que colmar de tristeza y decepción, cuando no de amargura y desolación, y nos hace huir de Jerusalén y su cruz… y nos condenamos a no poder ser testigos de las verdaderas consecuencias de esa cruz: la resurrección y la vida prometida…
Porque en tal caso, su palabra y su persona no han penetrado realmente en nuestra vida ni han cambiado nada en ella (lo contrario a la “llamada” de Jesús); y al seguir dirigiéndonos a nuestros quehaceres habituales, solamente querríamos hacerlo esgrimiendo una actitud triunfadora y sintiéndonos como eternamente alineados en el bando de los vencedores, mirando con superioridad (o, si queremos, con condescendencia, compasión e incluso “caridad”…) a los entonces definitivamente “vencidos” y humillados…
Pero Jesús se ha cansado de decirnos, y ha perdido la vida en la cruz por ello, que acoger su palabra, aceptar su evangelio, dejarse incorporar a su aventura divina, implica imperiosamente cambiar el itinerario de nuestra vida, sin otra alternativa, sin componendas ni medianías, sin disimulos ni tibiezas, sin pretextos comprensibles ni condiciones ventajosas ni aplazamientos justificados…de un modo inequívoco y radical, absoluto…
Ya no podemos dirigirnos al Emaús de nuestros proyectos, a los escenarios de nuestra obra humana, a los mercados de nuestros tratos, al comercio y a los préstamos e hipotecas de nuestras vidas terrenas… ahora ya sólo podemos dirigirnos, en tanto que Iglesia suya, testigos de su presencia resucitada y de la fuerza del Espíritu Santo en nosotros, “a la Jerusalén del cielo”…
Después de haber convivido con Jesús, de haberse sentado a su mesa y de que haya lavado nuestros pies, ¿cómo dirigirnos todavía a Emaús?… Quien se sigue encaminando allí es porque lo considera derrotado, y de su experiencia con Él sólo le queda un hermoso recuerdo, descartado ahora como u sueño inútil o como la ilusión de u ingenuo visionario fracasado…
Jesús resucitado no es sólo el triunfador definitivo, sino también quien nos acompaña y abre nuestros ojos para que rectifiquemos nuestro rumbo… Pero también es cierto que podemos, si así lo queremos, renunciar a su compañía y seguir caminando solos, desconsolados, frustrados y sintiéndonos “condenados”… Él, por su parte, ya nos ha salvado y, además, se ha puesto a nuestro lado…
Dirigirse a Emaús es huir de Jerusalén, dar la espalda a la cruz… y con ello a la resurrección… es confesar que no nos hemos decidido a aceptar el escándalo de la transparencia del Dios amor en Jesús, y es distanciarnos decididamente de él: preferimos reinstalarnos en nuestra vida, en lugar de aceptar la suya y convertirla en nuestra, tal como él nos pedía; es la claudicación, lo opuesto a su evangelio…
Pero Jesús, ahora ya resucitado, sigue siendo el Maestro bueno, nos sigue saliendo al paso, y nos sigue provocando; porque, como obsesivamente nos decía: Dios no quiere vivir solo, y si le escuchamos sin prisa, dejándonos iluminar con docilidad y obedeciendo realmente a ese anhelo profundo que Él mismo despierta en nosotros y nunca podemos silenciar del todo, podemos al fin reconocerlo, encontrarnos verdaderamente con Él, desandar lo andado erróneamente (hay tantos Emaúses en nuestras vidas… y todos, absolutamente todos, nos alejan de Jesús resucitado al dar la espalda a Jesús crucificado…), volver a la Jerusalén de la cruz y de la resurrección, y poder, como aquellos, decir felices y agradecidos: «¡Era verdad!»… ¡ES verdad!…
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