¿UNA DUDA IMPRESCINDIBLE? -2-  (Jn 20, 19-31)

¿UNA DUDA IMPRESCINDIBLE? 2  (Jn 20, 19-31)

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Sólo puede creer quien ha dudado previamente. O quien no ha dudado, porque antes ya era incrédulo… Ningún discípulo de Jesús “creyó sin haber visto”… pero es cierto que hay una confianza radical en las personas, que no debería necesitar de comprobaciones o de pruebas palpables para afirmarse como fe en ellas, como fiabilidad absoluta en sus palabras y su vida, como seguridad inconmovible en su amor y su entrega.

La ciega seguridad absoluta de los sectarios sólo conduce a la intolerancia y al triste, criminal y blasfemo fundamentalismo religioso. Pero el reconocimiento de nuestra dificultad para aceptar que “los caminos y los pensamientos de Dios no son los nuestros”, nos libera de la cautividad de nuestra mente y de la imposibilidad de creer en lo aparentemente escandaloso y necio de Dios; abriéndonos, como a Tomás, al reconocimiento del encuentro, a identificar a Dios en el Jesús resucitado, el mismo cuya muerte fue exhibida en la cruz, y cuyo cuerpo exánime fue depositado en el sepulcro ante notario. La certeza incontestable de la muerte de Jesús plantea forzosamente la duda necesaria ante cualquier simple “opinión” de que ahora esté vivo; solamente Él mismo puede refutar personalmente esa duda. Pero lo que es notoriamente falso es que el modo de hacerlo tenga que ser forzosamente “material”, “físico”, palpable… es ahí donde yerra Tomás…

Muchos siglos después, en el XVII, y en el ámbito de la filosofía, planteó Descartes la duda metódica como origen de las certezas humanas. Tomás (o el evangelio de san Juan) se le adelantó en el terreno de la teología, y sin necesidad de elucubraciones ni silogismos, con toda la sencillez de lo más vital humano, proclama la verdad (inaccesible a tantos razonamientos y a nuestra lógica terrena), de que la resurrección de Jesús, gracias a su iniciativa divina y a su voluntad de encuentro con nosotros, convierte la ineludible perplejidad generadora de desconcierto, y la sombre amenazadora de la duda, en preludio imprescindible del mensaje definitivo respecto a la vida y su sentido, a nuestro origen y a nuestra meta. Porque Jesús resucitado, es decir Jesús vivo, se nos sigue presentando en la vida a todas las personas que experimentamos la perplejidad ante lo incomprensible divino. Precisamente porque sentimos todo el peso de la duda, de lo inaccesible de la verdad, de las implicaciones que saber que Jesús ha resucitado supone para nuestra persona y nuestra vida; precisamente por eso, lo podemos invocar como “Señor mío y Dios mío”… Sin haber dudado tal vez lo convertiríamos en una noticia curiosa, e incluso “atractiva” e importante, pero una simple noticia

Porque no deja de ser cierto, que nos es imprescindible percibir las consecuencias vitales que tiene el “no creer”; y no es necesario disimular la duda, cuando es consecuencia del asombro ante el misterio de lo inesperado divino… pues sólo entonces podremos afirmar que es Él quien realmente nos visita, sin que nos importe que con ello nos ponga al descubierto…

Por otro lado, nos recuerda la escena de Tomás que la duda no es mala; más bien es constitutiva de nuestro ser personas con inteligencia y voluntad, con capacidad de comprensión e interpretación de la realidad, con responsabilidad para la “gestión de este mundo” y libertad para orientar nuestra persona y nuestra vida. Lo que se convierte en “tentación” de desconfianza y en negativa no sólo a Dios, sino también a “lo divino” que hay en nosotros, es la exigencia de pruebas materiales fehacientes para confirmar la verdad divina y la revelación que surge del amor.

Reclamar hechos comprobables a quien nos confía lo profundo y misterioso, lo definitivo cuya revelación confirma las pretensiones anheladas de Jesús precisamente a causa de su incomprensible fidelidad al plan salvador de Dios (por definición inescrutable…), que hemos podido experimentar en nuestra propia persona al acompañarle (o, mejor, al haber decidido Él mismo acompañarnos y llamarnos a su lado como depositarios de su amor y confidentes de su persona); exigirle “pruebas palpables”, ver y tocar, es mezquino y equivalente a las negaciones de Pedro: voluntad de desentenderse… o, cuanto menos, decepción y rechazo de quien se siente defraudado…  ¿Y quién podría “tener derecho” a decir que Jesús al morir en la cruz le ha defraudado?…

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