“Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos…”
¿QUÉ ES “LO RARO”?… (Jn 9, 1-41)
La curación del ciego de nacimiento es más que un simple milagro. El evangelio de Juan nos lo presente como el descubrimiento definitivo de la luz con que Dios ilumina nuestra vida cuando reconocemos nuestra ceguera incapacitante, cuando alguien acepta con humildad y mansedumbre el encuentro personal y comprometedor con Jesús; cuando se deja mirar profundamente por Él, y responde a esa mirada con docilidad, y consciente del nuevo horizonte que abre en su vida. Porque ésa es la verdad del misterio que late en nuestra persona y que un día, inesperadamente, el propio Dios nos revela en un encuentro iluminador, transformador e irrenunciable. Puede que nos parezca “algo raro”, porque, desde luego, no es “lo previsto”…
Ese reconocimiento de la verdad y la aceptación de la presencia del misterio de Dios y su eficacia en mi vida a través del propio Jesús, requiere audacia, esfuerzo y fortaleza para asumir consecuencias imprevistas, mensajes de desconfianza a causa de una maldad inconfesada, por la negativa contumaz de tantos intereses a las dimensiones de gratuidad y de bondad. Decir que sí al Cristo y reconocerlo nos convierte forzosamente en sus testigos.
Porque “eso es lo raro”…: que nos neguemos a “ver a Dios” cuando tan manifiestamente se revela en nuestra propia persona… y que nos empecinemos con obstinación y mala voluntad en negar la aurora que supone su irrupción en nuestra vida y en la vida ajena; que sigamos condenando al inocente por el simpe hecho de (ya lo decía el libro de la Sabiduría…) “hacérsenos odiosa la vida del justo, ya que la dicha rebosante de su vida supone una denuncia de nuestra maldad”… Y es que la no aceptación malintencionada acaba conduciendo a la perversión…
Y “estar por Dios en su Cristo” implica afrontar sin amargura ni desánimo la repulsa e incluso la exclusión y la condena por parte de los satisfechos de este mundo. Pero para quien ha sido salvado y se ha encontrado con Jesús es inevitable y forzosa la confesión solemne y entusiasmada del que era ciego y ahora ve, aunque parezca “raro”…: “Creo en ti, Señor”.
Y esa entrega absoluta implica un cambio tan radical y extraordinario que nos sitúa ante retos para los cuales antes estábamos ciegos e insensibles, pero que ahora exigen audacia y valentía, ilusión y confianza radical en Él. Porque para quienes me conocían como desdichado y conformista, resignado a la impotencia y a lo terreno, ese impulso del Espíritu de Dios que me ha abierto el futuro, se convierte en motivo de incomprensión, de distanciamiento y de rechazo.
Las evidencias “iluminadoras” de Dios en nuestra vida son tan sencillas, y con ello tan claras y manifiestas, tan diáfanas (¿qué mayor prueba que pasar de la condena de la ceguera a la libertad de la luz?…), que dan miedo… porque al ser tan rotundas, las consecuencias que debemos sacar de ellas son de tal calibre que trastornan nuestra vida, pues la colocan ante una alternativa apremiante e inevitable, urgente y decisiva: o negamos la evidencia (mostrando mala voluntad, oposición a la bondad y al innegable testimonio de generosidad y misericordia), o hemos de cambiar imperiosamente nuestro modo de vivir y optar decididamente por un seguimiento que compromete y que nos exige confesar a Dios y sus maravillas conmigo, al mismo tiempo que asumir el disgusto, protesta y descontento de quienes están encerrados en su mundo, un mundo “opaco” y que dan por clausurado, negando cualquier oportunidad al mismo Dios, si no coincide con sus previsiones, sus cálculos o sus intereses. No deja de ser, como les dice el ciego, “algo raro”…
El intento de los poderosos de este mundo por evitar y eliminar a Dios de sus vidas, ya que son conscientes del cambio radical que implica reconocerlo como el único fundamento de ella, es tan grande y de tal envergadura que sorprende cómo emplean todos los recursos imaginables, y un esfuerzo desproporcionado, a pretender rechazar lo que son pruebas fehacientes; las cuales, cuando finalmente se imponen necesariamente dado que son públicas e incuestionables, son invalidadas por ellos apelando a “malas intenciones” o a la “culpabilidad” de los sujetos actuantes (tanto Jesús como el ciego), algo tan contradictorio, falso y cobarde, que los condena irremisiblemente. Y, sin embargo, no les parece raro…
Las consecuencias para nosotros, y para toda persona honrada, y que son tan obvias, dada la diferencia entre nuestra vida ahora abierta a la luz del sol, y la de antes envuelta en la oscuridad y la ceguera, se convierten en estigmas infamantes para quienes ya gozaban del regalo de la luz, pero se niegan a reconocer su origen, a vivir agradecidos, a situar ahí el sentido de la vida y su horizonte de futuro, de un caminar unidos hacia Dios con la esperanza puesta en sus promesas.
“Eso es lo raro”: que tengamos todos los presupuestos y experimentemos gratuitamente la deslumbradora luz de Dios y no queramos sacar las conclusiones… más aún, que pretendamos impedir que alguien las pueda sacar y neguemos así obsesivamente al propio Dios…
Parece que los discípulos de Jesús hemos de concluir que, efectivamente, los raros somos nosotros, porque este mundo condena inapelablemente su revelación divina… Pero, desde luego, lo que quienes hemos descubierto en él, inesperadamente, la luz de la auténtica y única vida, la verdadera y eterna, no podemos callar es nuestra radical confianza en Él: “Creo, Señor”…
Bien pensado, a la vista del mundo y de la humanidad, lo cierto es que el ciego es un hombre raro, incluso sus padres son más pragmáticos… Pero no hay remedio para la rareza que contagia Jesús, la luz con que alumbra a toda persona, salvo la de negarla… Y es que, desgraciadamente, lo raro en este mundo, incluso en la propia Iglesia, es ser verdaderamente cristiano…
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