DESTELLO DIVINO (Mt 17, 1-9)

DESTELLO DIVINO (Mt 17, 1-9)

           Ni miedo, ni inquietud; más bien estupor y asombro. Ni mera complacencia ni arrobamiento místico; sino llamada a la completa lucidez y al seguimiento comprometido y responsable. Luz para alumbrar el camino: el camino hacia la cruz. Mirada luminosa para saber quién es ese Cristo que camina decidido, porque quiere culminar su entrega incondicional y su absoluta disponibilidad; que camina ala muerte escandalosa, una muerte sólo comprensible desde ese destello previo de su personalidad divina indiscutible.

La Transfiguración de Jesús no es el momento culminante de su vida, sino anuncio inconfundible de ese momento; pero un anuncio incomprensible todavía, un signo profético previo que mostrará,  cuando llegue al fin la gloria y la plenitud, (la cruz y la resurrección), la coherencia de una vida, la verdad demostrable de una pretensión mesiánica y salvadora que parecía imposible, pero es hecha realidad por Dios; y que es anticipo de un Reino universal, regalo del futuro absoluto divino. Porque la culminación será la cruz, condición para la resurrección.

Cuando Jesús está en camino hacia la cruz; es decir, cuando se acerca el momento culminante de su vida, en el que podrá decir que “todo está cumplido”, la gloria de Dios se visibiliza en él, como había ocurrido en su bautismo, al comienzo de su vida pública.

La Ley y los profetas (Moisés y Elías), los transmisores y depositarios de las promesas de Dios a Israel, y por medio de él a toda la humanidad, ratifican la misión salvadora y redentora de Jesús, señalando así que Él es el horizonte al que se dirigían. Y si ese horizonte conduce a una cruz, esa cruz es la verdad de Dios, la única vida… Ni puede ocultarse su aparente contradicción, ni disimularse el escándalo y provocación del actuar divino.

La Transfiguración es un claro y misterioso indicativo más (como el Bautismo), de que Dios está en Jesús dando cumplimiento a sus promesas; y que, en consecuencia, su trayectoria vital, aunque conduzca inevitablemente a la cruz, es la divina…

El Bautismo venía a ser la voz de Dios diciendo: “Escuchad su evangelio, es el único en el que Yo me revelo”…; y en la Transfiguración nos quiere dice de nuevo, ahora rubricándolo definitivamente con los testigos de su Historia de Revelación, Moisés y Elías:  “El cumplimiento de las promesas llega en su cruz; no la temáis, que no os escandalice. Asumidla en el silencio de vuestra vida y en el contrasentido que supone para vuestras previsiones de cómo debería actuar Dios cuando se hace presente en nuestro mundo”…

En el fondo, si la vida de Jesús como Hijo de Dios resulta una provocación insoportable para una actitud religiosa “tradicional y legalista”; la confirmación por el Padre, con la presencia del Espíritu Santo (inspirador de Moisés y los profetas), corroborando su trayectoria incomprensible (e intolerable, tal y como le echan encara los devotos “oficiales” y los custodios de la Tradición), constituye el dato definitivo y final, culminante, de su Revelación al pueblo de Israel y a la humanidad universal. Efectivamente, Dios no es quien creíamos, su Ley no pretendía lo que suponíamos, su Palabra a través de los profetas no anunciaba lo que imaginábamos… Dios es sorprendente, nos asombra por su impotencia, es misterioso y grandioso, nos cautiva por su amor manso, paciente, tierno y misericordioso… sólo podemos tener una imagen cabal de Él en lo débil y lo maldito por nosotros: la cruz de la condena…

Jesús no se ha equivocado al conducir su vida humana de entrega y servicio hasta merecer la cruz, sino que con ello ha hecho presente inconfundiblemente la voluntad señera y omnipotente divina…  Es el Padre, con su Espíritu Santo, quien nos dice, antes de que lo diga Pilato, y con la autoridad indiscutible e inapelable de Dios: “Ahí lo tenéis”… “Ése es Dios cuando se encarna”…  “Sólo y exclusivamente de él os puede llegar la salvación…”  Pero así como Pilato lo dice en son de burla y de desprecio, y señalando al hombre vencido y humillado: “Ecce homo”…; el Padre lo proclama, unido en Trinidad solemne, con la gloria eterna, admirable y triunfadora en la comunión de amor, señalando al Hijo encarnado y diciendo de modo contundente y definitivo: “Ecce Deus”… “Ahí está Dios”…

Y con ello nos indica también nuestro horizonte de vida y nuestra apasionante tarea: “Quedad deslumbrados ante el misterio… Pero seguid sus pasos, aunque veáis la cruz… porque sólo a través de ella conseguiréis su abrazo”…

Y es que mirar a Jesús transfigurado no es estar invitado a contemplar un espectáculo, sino que debe significar dejarse llenar de la fuerza del mismo Dios para acompañar y celebrar sus pasos… Y en silencio…

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