LUZ Y SAL  (Mt 5, 13-16)

LUZ Y SAL  (Mt 5, 13-16)

“Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre del cielo”

Lo más difícil: pasar completamente inadvertido… desapercibido pero contribuyendo a iluminar y a “dar sabor” a la vida de los demás; es decir, no proponiéndonos ni alcanzar objetivos propios, ni pretensiones de reconocimiento y de éxito o triunfo; y no tomarnos la vida como la búsqueda y cumplimiento de nuestras legítimas aspiraciones, sino carecer de ellas, si no son las de contribuir a reflejar sobre nuestros hermanos la propia luz de Dios que, como a nosotros que vivimos en ella, los ilumine y les dé vida y calor; y las de contribuir a que su vida, así iluminada, les resulta sabrosa y feliz, dichosa y llena de sentido y de perspectiva divina en cualquier circunstancia en la que se encuentren.

Desde el principio de su predicación, nos dice Mateo que Jesús buscaba convocar a un pueblo “nuevo”,  a los ciudadanos de un Reino distinto a cualquiera de los imaginados e instalados por nosotros, al “Reino de Dios (o de los cielos…)”, cuyos integrantes no están animados de ambiciones, rivalidades, o afán de escalar puestos, rangos, logros económicos o prestigio profesional o social; sino de una sola obsesión, que es la misma de Jesús, y de la que Él nos quiere hacer partícipes a nosotros: la de sembrar el amor y la bondad de Dios, arrojar a los cuatro vientos las semillas de la misericordia y el perdón, confiar  en que la fuerza del Espíritu Santo insuflada en toda persona por su gracia, irá creciendo y haciéndose flor resplandeciente y fruta madura y sabrosa en cada una de las personas a la que roce suavemente la caricia de ese anuncio, hecho presente en la delicadeza y la sonrisa del discípulo fiel.

Inconsciente e inevitablemente, planteamos siempre nuestro seguimiento de Jesús y nuestra fe prioritariamente en la perspectiva de nuestra salvación personal, porque somos conscientes del grado de libre implicación que supone y exige, y del hecho incontestable de que somos nosotros quienes decidimos el horizonte de nuestra vida, y de que el propio Jesús al proponernos su seguimiento nos invita a “dejarnos salvar por Él”, que es manso y “humilde de corazón”

Pero ese deseo de acceder a la salvación de Dios, de integrarnos en el discipulado, nos dice el mismo Jesús, ya desde su inicio y su propuesta, que significa voluntad de comunión, de entrega y de servicio, de ser transmisores y mediadores de ese Espíritu Santo que nos infunde, y cuya fuerza y dinamismo consiste en capacitarnos para hacer efectivo el amor del Padre; para que esa carne de Dios hecha persona humana en Jesús, siga viva en nosotros, unidos indisolublemente a Él, y convocados desde Él y con Él a la fraternidad divina, a la expansión de su reinado, a disolvernos felices y dichosos en ese supuesto anonimato de la comunión con Dios y los hermanos, en ese misterio del abrazo universal del Espíritu divino, donde nadie pierde su propia identidad, sino que la trasciende, soldándola eternamente con la propia de Jesús, el Cristo y Mesías, el Hijo encarnado; y, a través de Él, unidos también en plenitud y en armonía, integrados al Todo Dios y a la inmensidad de su misterio, a la única utopía posible y prometida; es decir, a “lo imposible divino”…

Luz y sal de Dios para nosotros. Y luz y sal de Dios para los demás desde nosotros, porque queremos vivir sólo desde Él, sin caer jamás en el desánimo, sino con la audacia y el coraje de hundirnos dichosos en su abismo, y sabernos dignos y capaces (porque Él nos “absorbe” y habita en nosotros), de hacerlo presente en nuestra vida y en la vida de los demás, convirtiendo lo cotidiano y la rutina en soplo y aliento, en gozo y alegría, en luz y en sal…

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