¿BAUTIZAR AL CRISTO?  (Mt 3, 13-17)

¿BAUTIZAR AL CRISTO?  (Mt 3, 13-17)

Las profecías y promesas no son seguridad ni garantía de nada, y cuando llega el momento, su interpretación se nos vuelve imposible: el Mesías esperado “no es” el Mesías prometido, porque el Hijo de Dios es irreconocible cuando viene a este mundo… Ha de ser la luz de una estrella singular, nueva, inesperada y misterios la que nos conduzca hasta él.

Pero incluso cuando vencemos nuestra resistencia y nuestra pereza, y nos dejamos conducir por la fuerza irresistible del Espíritu Santo, de la gracia de Dios, que sumerge nuestra vida en su impulso creador y salvador; incluso entonces, como Juan Bautista ante Jesús, cuando estamos cara a cara con Dios, no podemos dejar de sorprendernos, de mostrar nuestras dudas y de querer hacerlo compatible con nuestras expectativas y deseos: “¿Tú venir a ser bautizado por mí?”…

Nos recuerda al otro episodio evangélico similar, al final de su vida, cuando “Todo ha llegado a su cumplimiento” y Pedro le pregunta: “¿Lavarme los pies tú a mí?”… La respuesta en ambos casos es la misma, casi idéntica: “Lo que yo hago tú no lo puedes entender ahora…”

Bautizar al Cristo no entraba en las previsiones de los profetas ni de ningún judío devoto; hubiera sido el colmo del atrevimiento y de la osadía, una auténtica blasfemia… y no contaba en el anuncio y llamada de Juan. No era argumento soportable para una teología encorsetada, rígida y rancia; ni ceremonia digna de una liturgia sacrificial acartonada y convertida en rutina escrupulosa y en reverencial temor.

Sin embargo, eso es lo que le exige a Juan Bautista Jesús: que lo bautice, sin juzgar si ese bautismo es o no, puede o no ser en su caso, “signo de conversión”…

Es tópico, y teológicamente correcto y oportuno, hablar del ineludible carácter comunitario de la persona humana; más aún, del carácter divino de la comunión cristiana y de la sacramentalidad del prójimo; lo cual, más que permitir y explicar la corresponsabilidad, exige asumir la vida ajena y poderse erigir en personalidad corporativa, cargando en la propia persona la responsabilidad de los hermanos. Esa es la razón última de que estemos salvados en Cristo, por Él y en Él; de que la iglesia no sea una institución, sino “comunidad local”; de que hablemos de la comunión de los santos; etc.

Pero más allá de todo ello, el hombre Jesús está tan necesitado de Dios como nosotros pecadores; es decir, forzosamente se sabe y se siente, como cualquier humano, en una carne pecadora y en un mundo pecador; y eso es algo que no puede ni quiere disimular, por mucho que él, de un modo exclusivo, peculiar y sublime, sacie desde mucho más cerca que nosotros, y con mayor hondura, su “sed de Dios”… Ése es precisamente el misterio de Dios en Jesús…  ¿es que pretendemos comprenderlo?…

La prueba definitiva, la única realmente concluyente, de que Juan Bautista es un auténtico profeta, no consiste en que comprenda a Jesús cuando le habla así; de hecho, ¡no lo llega a entender!, ¡no es capaz de reconocer a Jesús en toda su vida de profeta fiel y mártir!

Probablemente ningún profeta, ni santo personaje del Antiguo Testamento, modelos de fidelidad y de celo por Dios, hubiera sido capaz de reconocer al Mesías, que él mismo anunciara, en la persona de Jesús, viniendo a ser bautizado y compartiendo vida y humanidad con nosotros. Juan Bautista “tiene la mala suerte” de ser el último, y tener que experimentarlo en su persona al coincidir su tiempo con el del Mesías anunciado… Resulta más llevadero, en ese sentido, profetizar para un futuro lejano: el martirio es el mismo, pero no hay perplejidad ni angustia ante la pretensión incomprensible del candidato, duda ante el riesgo de poder renegar de quien anuncias…

Y ahí está la majestuosa categoría del Bautista, su descomunal confianza y fidelidad a la misión que Dios le ha encomendado: no en que lo comprenda, sino en que lo acepte; en que renuncie a su evidencia, acogiendo el escándalo divino y considerando heroicamente que “es preciso que yo mengüe y Él crezca…”  Por eso es “el mayor de los nacidos de mujer”, porque no ha pretendido ser el primero en reconocer al Mesías, sino el último en anunciarlo. Y por eso también “el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él”: porque ya está en el tiempo del cumplimiento realizado, de la promesa cumplida… Pero ambos viven del mismo Espíritu Santo, uno antes y el otro después del reconocimiento del Mesías, sólo posible con la consumación de su vida…

Bautizar al Cristo es algo inaudito e increíble, parece incluso caprichoso y superfluo, pero es el culmen de la Epifanía, de la manifestación de Dios. Es, paradójicamente, la gloria del Hijo encarnado por obra del Espíritu Santo, de aquel dios tan humano, que es tan poco Dios como nosotros; es decir, del Dios que es tan Dios que se confunde con nosotros sorprendiendo a sus más eximios pregoneros, dejándonos eternamente confundidos, pero llenándonos de tanta vida, que en Él, en el Hijo, dejamos de ser humanos para trascendernos en divinos…

Todo porque el propio Jesús un día, siendo Dios, no pudo dejar de sentirse, porque lo era, tan humano, que necesitó bautizarse con nosotros, por nosotros, para nosotros. Sin duda él no lo necesitaba, pero experimentó nuestra humana necesidad, que era la suya…

¿Bautizar al Cristo? Imposible para nosotros, no para Dios… Es Él quien lo pide… A Juan sólo le toca obedecer; por eso es un profeta…

Un comentario

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