1 DE ENERO: SANTA MARÍA (Lc 2, 16-21)
Para que el misterio divino pueda ser reconocido como tal, y no sea el simple ejercicio de un poder sobrehumano e imponente, es preciso que se haga presente y realidad con la complicidad humana, la de María y su “Sí”; y, además, en el silencio y en el anonimato. Eso es lo que celebramos, y lo celebramos solemnemente, en ella: la complicidad con Dios y el silencio ante los hombres, la fe profunda y la humildad completa.
Complicidad con Dios significa, según María, una sola cosa: saber estar siempre e incondicionalmente disponible y dispuesta para Él. Tan siempre e incondicionalmente, que se le ha convertido en la única forma de saber vivir, de poder vivir, de querer vivir. Vivir para olvidarse de ella misma y dejarse manejar por Dios con completa libertad por ambas partes; siempre a la espera, una espera ilusionada, apasionada y activa, cuyas consecuencias son una sencillez a menudo (casi siempre) infravalorada por los demás, o tomada por pusilanimidad y timidez; considerada así como falta de ambición y de aspiraciones, como conformismo fácil o pasividad.
Nada más lejos y engañoso: es una vida plena, de contrastes divinos: de profundidad insondable, de disponibilidad para futuras aventuras apasionantes presentidas; y, a la vez, de efervescencia desbordante y contagiosa. La forma de vivir María trasciende la realidad de lo cotidiano humano, instalándose e lo definitivo e incontrolable, en lo más eficaz y activo imaginable: lo que nos asemeja a Dios y nos asimila a Él, lo que nos colma de sentido convirtiéndose en motor único e imprescindible de nuestra vida y de nuestra identidad personal (sintiéndonos así, y sabiéndonos, divinizados por su espíritu creador y salvador), y en meta definitiva e inagotable, como única perspectiva y horizonte de futuro, del futuro eterno compartido con Dios.
Nadie ha vivido su vida con tanta intensidad y riqueza como María. Nadie ha logrado asumir la propia identidad de su persona y encontrar infaliblemente en ella el hilo conductor de lo divino, regalado a todo hombre con el aliento humano, como ella. Coincidencia absoluta entre el designio de Dios en ella y su propia y libre voluntad: lo aparentemente imposible…
Dios al crear al hombre buscó cómplices, no siervos ni esclavos. Y, a pesar de nuestra ceguera, de nuestra ignorancia y de nuestro rechazo; a pesar de nuestra tacaña y cicatera voluntad de conformarnos con simplemente reconocerlo, y adorarlo de lejos (como mucho “creer en él”, pero no “tener fe en él”), los fue reclamando progresivamente en el transcurso de la historia. Los sigue reclamando hoy. Nos reclama como tales cómplices… No le importa tanto contemplar un ejército de creyentes, más o menos disciplinados en multitud de confesiones o creencias, y comprometidos en iglesias, sectas o comunidades piadosas e incluso con voluntad “confesante”… no le importa tanto eso, como recibir el “Sí” audaz e inquebrantable de quien conforma y proyecta su vida como libre y consciente ejecutor de aquello que descubre, implícitamente revelado en su propia persona, como verdadera y exclusiva misión de su vida, la cual es sólo asumida como voluntad de hacer presente en ella al mismo Dios en su misterio.
María dirige su mirada al horizonte de cada Año Nuevo de su existencia humana viendo en ese horizonte a Dios en su regalo siempre nuevo y misterioso, que nos va descubriendo la vida, la suya y la nuestra, dándonos ocasión a cada instante de decirle que “sí”, de asombrarnos y quedar perplejos ante sus palabras y ante el vendaval de su Espíritu arrollador, que nos convoca pidiéndonos siempre permiso para actuar en nosotros; de forma que nos asomemos a su abismo y, desde el vértigo y el entusiasmo absoluto que nos provoca, nos veamos, feliz y agradecidamente, capaces de cumplir su voluntad, de responder a su desafiante pregunta, de unir en nosotros mismos de forma inexplicable el cielo con la tierra; en definitiva, como decía bellamente Zubiri, de tener la inhumana y trascendental conciencia y experiencia, de que “ser hombre es una forma finita de ser Dios”…
María pertenece a la raza humana y experimentó como nadie ese misterio y ese gozo inefable; por eso sólo puede responder alabando a Dios desde el silencio, guardando en lo más profundo su asombro y convirtiéndolo en alabanza humilde, acción de gracias y motor de alegría, en vida disponible sin reservas para Él.
¿Y nosotros? ¿Acaso no nos damos cuenta de que somos de la misma raza que ella?… ¿Cuál es el horizonte de nuestro «Año Nuevo?…
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