¡HA LLEGADO LA LUZ! (Lc 2, 1-14)
-Navidad-
Esa exclamación que actualizamos y hacemos nuestra cada año, recibiendo como los pastores un mensaje de ángeles del cielo anunciándonos el hecho decisivo de la historia, el momento culminante de la creación y de la vida sobre la tierra: la nueva y definitiva luz, que elimina la oscuridad y las tinieblas, porque hace actual y verdadero lo que era una promesa dirigida y mantenida por la fuerza del Espíritu divino, cuya fuerza y eficacia no dejó nunca de estar presente en toda persona y en toda conciencia amasada y cuidada desde la fe y la esperanza, frutos de su gracia; ese mensaje y anuncio de la luminosa re-creación divina de nuestra propia naturaleza humana, porque “nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”; trasciende las esferas de la mera información, de significar una noticia (importante y extraordinaria, pero que queda siempre “exterior” a nuestra persona), y se convierte en auténtica experiencia descubridora de lo profundo, y en fuente de vida, de percibir una luz distinta y una gloria indescriptible que nos envuelve, nos reclama inocencia y alegría angelicales, y nos propone un camino hacia su origen, donde descubrimos a Dios, y con él y desde él accedemos a nuestra propia identidad y al misterio de nuestra persona y nuestra vida fundido con su propio misterio, oculto y desvelado a un tiempo, en la fragilidad extrema y en la suma debilidad: un niño recién nacido.
Con él ha llegado la luz. No una luz que nos ciega y atemoriza, sino la definitiva claridad, que nos invita a no dejar ninguna sombra ni rincón oscuro en nuestra vida; a que todas nuestras inquietudes y el miedo que nos paraliza y amenaza, queden relegados a un pasado fúnebre y caduco, vencido y anulado por fin, gracias a la intervención del mismo Dios y a su presencia en lo más débil.
Es la luz hecha posible y anunciada por un “Sí”, imperceptible y silencioso, pero incondicional y eficaz por la fuerza irresistible del Espíritu Santo. La luz que es antorcha y guía en el camino, y que convoca a pastores y a magos, reclamando un simple gesto de reconocimiento y de feliz entrega de todo lo que somos y tenemos, para poder ser transformados en espejos suyos, en testigos del amor y la dulzura, y en mensajeros de su paz y su alegría.
Lo que ha cambiado el curso de la historia y ha dado nuevo rumbo a la vida de toda persona, no ha sido la victoria de Dios en el campo de batalla, ni el triunfo deslumbrante de un campeón invencible; sino la insignificancia de esa inocencia que nos desarma, de esa fragilidad que anula nuestro poder al hacerlo ineficaz, de ese ponerse en nuestras manos que nos deja perplejos y asombrados; y, con ello, también nos deja sin excusa ninguna para quedar indiferentes.
Parece que la Navidad sea el tiempo propicio para la poesía y la ternura, incluso con un matiz dulzón y sensiblero, necesaria e imprescindible en nuestra sociedad crispada, y en nuestras relaciones dominadas por el enfrentamiento y la rivalidad, por la exigencia de derechos propios y la desautorización del otro, por la hipocresía en el discurso público y las maquinaciones para imponer la voluntad propia al precio que sea, por nuestro estúpido afán de estar siempre en el candelero y ser “los primeros” en todo, etc.
Pero en realidad, celebrar como creyente cristiano la Navidad, tiene poco que ver con todo eso, y nos sitúa, ante todo, frente a un riesgo descomunal: el de hablar de Dios con osadía, precisamente porque abrimos los ojos a algo en apariencia incomprensible: su libre y voluntaria impotencia en nuestro mundo, y su absurda decisión de nacer y hacerse humano. La inconsciencia de nuestra sociedad consumista, y de nosotros mismos, al respecto, se convierte en obstáculo, pero no puede acallar la profundidad y la trascendentalidad de lo genuino cristiano: el hombre Jesús, el Salvador, el Mesías prometido, no fue un espectro venido del cielo, sino un recién nacido que asumió todos los riesgo e incertidumbres de lo humano, todos los peligros y las necesidades experimentadas por cualquiera de nosotros e inevitables hasta el mismo momento de la muerte. Al decir y creer que Jesús, nacido en Belén, es el mismo Dios, nos asomamos con vértigo infinito al abismo de lo humano y lo divino, confundido en él, y confundido también, aunque en otra medida, en nosotros… Celebramos a Dios humanizado, y al hombre divinizado. Dios en nuestras manos y nosotros en manos de Dios.
Y, por encima de todo, descubrimos que ese auténtico y apasionante misterio, que es el de la vida, nos conduce al único Dios digno de serlo, y a la auténtica y verdadera dignidad humana. No a lo ya concluido y fijado inmutablemente para siempre, sino a la libertad de encarar un futuro sorprendente, abierto al infinito, accesible sólo desde lo más profundo de la paradoja humano-divina, que resulta invisible a los ojos: el poder de la debilidad, lo invencible del amor, la indiscutible victoria de la inocencia y la humildad de un Niño inerme…
Sólo por eso, como cristianos, podemos desearnos una ¡Feliz Navidad!
Y sólo por eso desearnos una ¡Feliz Navidad! se convierte en la inaplazable responsabilidad de encarnarlo también nosotros en nuestra vida, haciendo presente la eficacia y lo irresistible, lo invencible por absurdo y divino, del amor, la bondad, la fragilidad, la mansedumbre, la delicadeza, la ternura,… la debilidad de Dios; es decir, su única e inapelable fortaleza…
¡¡¡Feliz Navidad!!!…
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