PLEGARIA EUCARÍSTICA –Navidad–
Verdaderamente es justo,
y necesario para nosotros,
alabarte y darte gracias por la luz de tu presencia,
que alumbra las tinieblas de nuestra vida oscura.
Tras mostrarnos fugazmente en la historia
los destellos de tu estrella incombustible,
esta noche (este día)
irrumpiste con toda la fuerza
de tu espíritu infinito y deslumbrante,
para acercarte tanto hasta nosotros,
que te dejaste fundir con la miseria de lo humano.
Porque el inmenso regalo de la vida
que nos hiciste un día ya lejano,
lo has convertido esta noche (hoy)
en simple ocasión de mostrarnos del todo
el inconmensurable cariño y bondad
que te condujeron a llamarnos a la vida.
Por eso no podemos callar nuestra alegría,
ni disimular nuestro entusiasmo;
y con los ángeles anunciadores de paz
y los cielos que pregonan tu bondad,
sólo sabemos aclamarte
y proclamar tu nombre cantando:
SANTO, SANTO, SANTO…
Santo, sí, sólo Tú “Santo”, Señor,
que bendices este mundo y lo consagras,
haciéndolo instrumento de tu amor
y morada en carne de tu Hijo,
al infundir por Él tu Espíritu
en lo que es terreno y creación tuya.
Que ese mismo Espíritu,
que fecundó las aguas del origen
y encarnó en María a tu Elegido,
pose su aliento sobre este pan y en este vino,
para que sean presencia suya en nuestras vidas
y podamos incorporarnos al Misterio.
Porque es él quien nos reúne
para seguir encarnado en nuestra vida
al repetir aquellas palabras suyas,
memorial y testamento,
cuando rompió el pan diciendo:
TOMAD Y COMED…
Y cuando también bendijo el vino
con esas otras palabras:
TOMAD Y BEBED…
Este es, Señor, el misterio de nuestra fe,
el que nos hace decir: “Ven, Señor, Jesús”.
Este es el origen de nuestra infinita gratitud
y de nuestra alegría desbordante.
Porque eres Tú
quien nos hace dignos de ti por tu bondad.
Porque es tu Espíritu Santo
quien nos hace, como a María,
“portadores de Dios” en medio de nuestro mundo;
y, sin alterar nuestro camino,
nos ayuda y acompaña a recorrerlo;
pues ya es uno de los nuestros,
y nos ha traído como estrella
la luz que no se apaga,
la que guía a la humanidad desde su origen
e ilumina sin descanso nuestros pasos.
Sigue alumbrando, Señor, nuestras tinieblas.
Mira nuestra pequeñez
y la fragilidad de los humanos.
Perdona nuestros errores,
acoge nuestros mejores deseos,
danos tus entrañas misericordiosas
y tu espíritu de unidad.
Ayuda a nuestros pastores
y a todo este pueblo cristiano
a guardar la comunión y el amor,
y a sabernos servir,
enriqueciéndonos y animándonos unos a otros.
Que sea siempre tu luz la que nos guíe;
y que esa luz
nos reúna un día con nuestros difuntos;
y con ellos, eternamente,
podamos invocarte diciendo:
“POR CRISTO, CON ÉL Y EN ÉL
A TI, DIOS PADRE OMNIPOTENTE,
EN LA UNIDAD DEL ESPÍRITU SANTO,
TODO HONOR Y TODA GLORIA,
POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS
AMÉN”
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