NO TENER REPARO (Mt 3, 1-12)
Si Juan, el Bautista, duda al final de su misión, José, el esposo de María, duda al principio… El sentido de incertidumbre y riesgo acompaña forzosamente las decisiones más importantes y profundas de la persona, y son el necesario e ineludible correlato del ejercicio de la libertad.
Nos equivocamos por completo cuando consideramos nuestra libertad como el simple ejercicio de decidirnos por una opción concreta en base a lo que sabemos positivamente y podemos controlar, queriendo así asegurar algo mediante la toma de una decisión, que nos hará posible (eso pensamos) “gozar” de algo previsto o calculado, o acceder a algo cuyas consecuencias o cualidades pretendemos hacer nuestras. El verdadero ejercicio de la libertad no es simplemente elegir entre varias opciones posibles, como quien muestra su preferencia por un color determinado, sino que la cualidad de nuestra libertad, como atributo de la persona (los creyentes añadiremos: en la medida que el hombre “es creado a imagen y semejanza de Dios”, que es el misterio de la libertad absoluta y del amor sin límites) es el hecho de asumir riesgos vitales profundos, en la medida que configuran nuestra personas y nuestra vida, forjan nuestra identidad y nos conducen a la continua e inacabable tarea de llegar a ser nosotros mismos.
La libertad es la que hace posible nuestra confianza en las personas, nuestra voluntad de amor y entrega, el gozo y la alegría del convivir y compartir, la esperanza y la “anticipación” del futuro, la fe en Dios y la convicción de un horizonte de plenitud y eternidad para el ser humano, etc… todas ellas tareas arriesgadas, “inciertas” según los criterios de “este mundo”, y susceptibles, como misteriosas y enigmáticas que son, de ser rechazadas o respondidas negativamente, precisamente porque implican un “horizonte de sentido” que se sustrae a la comprobación fáctica y a la evidencia perceptible; y es eso precisamente lo que supone siempre el “salto en el vacío” que se les puede atribuir, y las reviste de aventura…
La apologética tradicional presentaba como “pruebas” para afirmar la fe los milagros, queriendo hacer de ellos evidencias y argumentos irrefutables de la intervención de Dios en nuestra realidad. Jesús, para iluminar la oscuridad del Bautista respecto al sentido de su misión y con ello de su vida, le propone sencillamente que “abra los ojos a los signos de su presencia (ciertamente milagrosos…); pero José no tiene ningún apoyo “externo” para afrontar sus inquietudes y sus dudas: le ha de bastar su profunda e irracional confianza absoluta en el misterio de Dios, que lo dirige, y al que no está dispuesto a renunciar a ningún precio. Su auténtica fe lo deja completamente ala intemperie; pero él siente y sabe que es ahí precisamente donde el Dios incomprensible e inasible se manifiesta y hace presente; es ahí donde se juega el auténtico riesgo de ser libre para aceptar o no su “omnipotencia”, es decir, su bondad y riqueza inagotables.
Pascal se atrevía a considerar la fe en Dios como “apuesta” definitiva, la apuesta “al todo o nada” que da sentido a la vida. Pannenberg, utilizando el lenguaje de la ciencia, se plantea hablar de Dios como “hipótesis”, una hipótesis que ofrece innumerables y suficientes argumentos de coherencia, pero que sólo será “verificada” en el futuro que ella misa anticipa.
Sin tantas ansiedades pascalianas, ni rigorismos intelectuales pannenbergianos, José apuesta definitivamente su vida al todo de Dios, y vive anticipadamente de la confirmación futura definitiva de su inquebrantable confianza, mucho más que una hipótesis…; con ello su persona se agiganta y se enriquece sin medida, sin necesidad de crecer en relevancia, en influencia, en poder y aplauso… porque lo que hace es hundirse en el abismo del misterio libremente, ilusionada y apasionadamente; sin poner reparos ala incomprensión de Dios, tras el momento inevitable de perplejidad y de duda ante la sorpresa por su inesperada presencia alterando el curso de su historia personal, y cuyas consecuencias sabe que le sobrepasan, al ser de tal calibre, que le hacen enmudecer lleno de asombro.
Sólo quien no confunde su libertad con la simple capacidad de decidir, y la experimenta como el fundamento de su dignidad y de su persona, y como la misteriosa fuerza divina que lo encara al infinito, puede responder a Dios sin reparo ante la propuesta y el riesgo de lo incontrolable por nosotros mismos. Porque nos abre horizontes luminosos… pero de tan luminosos ocasionalmente cegadores, porque son eternos y divinos…
¿Nos cuesta mantener una fe inquebrantable, que no sea fideísmo vulgar y conformista, adormecido y pretencioso de seguridades tranquilizadoras, casi un anestésico para el impulso del espíritu? ¿Una fe que nos pone en evidencia, nos impide excusas y pretextos, y nos deja desnudos a la intemperie? ¡No hay otra fe en Dios y en su Mesías! Es la del riesgo total, la de la exposición radical y absoluta a contextos de vida inexplorados y que nos sobrepasan.
No poner reparo (aunque nos haga enmudecer) ni a la incomprensión de los planes de Dios, ni a asumirlos libremente como propios, y conducir y construir nuestra vida desde la «ilógica divina«. Al contrario: acogerlos y convertirlos en fuente de identidad, de alegría y esperanza, de plenitud y bondad, de «divinización» propia y del mundo….
Es a esa fe, la única que Dios nos propone, a la que José no puede poner reparos, porque es a través de ella, solamente de ella, donde Dios nos sonríe y acompaña, nos provoca y nos acoge, nos acaricia y nos regala….
¿Es ésa también la nuestra?…
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