NO HACERSE FALSAS ILUSIONES  (Mt 3,1-12)

NO HACERSE FALSAS ILUSIONES  (Mt 3,1-12)

El pensamiento y el comportamiento de los cristianos a lo largo de la historia (como el de otras religiones) está repleto de falsas ilusiones; es decir, de modos de pensar y de obrar que no coinciden en absoluto con lo genuino del mensaje cristiano, ni tampoco ofrecen una visión cabal y adecuada, coherente y fiel, del evangelio anunciado por Jesús, cuyo preámbulo inmediato fue la predicación amenazante del Bautista.

La conclusión de su mensaje era: “Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones pensando: ‘Abraham es nuestro padre’; porque yo os digo…”   La rotundidad del reclamo no puede ser más clara: ¡Encaraos al futuro! ¡No pretendáis vivir del pasado!

Tales palabras son un desafío a todo comportamiento religioso, tendente a mirar al pasado y vivir “lo de siempre”, como ya fijado e inamovible.  Nuestras ilusiones son siempre falsas cuando las creamos proyectando desde el pasado y argumentando desde él como si fuera una especie de “tiempo primordial”, o un oasis en la historia humana, inmune al paso del tiempo y fijado con rigidez, porque lo tenemos por obra directa de Dios, y como si la eternidad divina se hubiera “congelado” en una burbuja de nuestro proceso de desarrollo humano, y nuestra misión como creyentes fuera preservarla inamovible e irreformable, y transportarla incólume, como una especie de “objeto sagrado”, al igual que ocurría con el Arca de la Alianza a través del desierto…

Eso sería situarnos en  la perspectiva parcial y falsa del inmovilismo y la pasividad, del “ya”: como Dios ya ha hablado (por Abraham, por Moisés…) está de más (y “sobra”) cualquier “nueva” acción directa suya: todo ha sido dicho. Nuestro futuro sería repetir ese pasado y hacerlo inamovible, eterno… Y precisamente en eso consiste la ilusión falsa: porque es tanto como atrevernos a condenar a Dios a ese pasado, con el pretexto de que allí se hizo presente; cuando su misterio, por definición, es justamente lo contrario: apertura infinita al futuro, eternidad no como inacabable repetición de lo mismo, sino como inagotable riqueza de entrega, de amor, de descubrimiento y novedad.

¿Cómo vamos a pretender anclar nuestra vida, nuestra confianza y nuestro futuro en algo ya clausurado, con la “ilusión” forzosamente falsa, de la suficiencia de eso que está sometido a las leyes de la realidad espacio-temporal que nos limita, y que, por otro lado, está sujeto a la libertad y a la historia?

Quien sólo considera su fe en Dios, en el Dios que se hace presente en Jesús, y a quien Juan anuncia, mirando al pasado; y en base a ese pasado teje una red de imaginarios proyectos espirituales y divinos, se equivoca; e incluso podemos decir que suplanta al propio Dios revelado en Cristo por una proyección de su fantasía, convirtiéndolo en ídolo a quien adorar, en lugar de acoger el desafío, vislumbrado por el mismo Bautista, del Dios que siempre viene, del imprevisible e imprevisto; el desafío de quien nunca mira hacia atrás sino para asumir agradecido lo ya revelado convirtiéndolo en preanuncio, en motor y promesa de vida, en fidelidad a un proceso divino inspirado y siempre en tensión hacia el futuro, porque es allí donde se cumplen las expectativas de ese impulso infinito sembrado e inscrito por Dios en su creación.

Se hace falsas ilusiones quien habla y celebra a un Dios ya clausurado, definitivo, y pretendiendo como única referencia suya el pasado, a los momentos ya caducos y que han sido superados, con el influjo y la eficacia de su propio Espíritu Santo, por un acontecer humano histórico y libre, reflejo del inescrutable e inagotable misterio divino, cuya definición, incluso metafísica, sería: “el dios del futuro”, el misterio de la totalidad nunca definitivamente alcanzada, imposible de fijar y contener en un supuesto “momento exclusivo”, en un modelo hecho ya definitivo e inmutable, o en algo ya pasajero que dejó su huella indeleble en la historia, pero que fue inevitablemente superado por la simple continuidad del ejercicio de la libertad y del dinamismo divino ínsito en lo creado.

¿Cómo puede un creyente quedar anclado en algo pasajero, aunque fuera revelado por Dios (y si fue revelado por Dios realmente, entonces estaba orientado al futuro…), cuando el Dios que nos acerca Jesús y al que nos ayuda y hace posible conocer es, como él mismo dice, “Dios de vivos, no de muertos”?… ¿Cómo puede atreverse a proyectar ilusiones propias respecto a intervenciones, manifestaciones, o momentos divinos en la historia humana, cuando Dios a través de ellos lo que hacía era convocar a un futuro de promesas, abierto e infinito, eterno, irreductible a nuestros esquemas y fantasías?

Tal vez ésa es la verdadera necesidad de conversión reclamada por Juan, para poder descubrir la nueva luz que trae Jesús: reconocer nuestras falsas ilusiones, fruto de nuestra rigidez mental y espiritual, y abrirnos decididos y gozosos, ilusionados y entusiastas, al inimaginable, sorprendente e infinito tesoro de la sorpresa divina, de su desbordante y siempre nueva riqueza de vida; ésa a la que nos llama, que nos hace accesible por su Hijo, y para lo que nos capacita e impulsa por su Espíritu Santo.

Las falsas ilusiones respecto a Dios y a su revelación traban nuestros pasos en el seguimiento de Jesús y nos mantienen en la oscuridad y en la opacidad, intentando esquivar esa necesidad de conversión, que significa sabernos llamados a la luz; y actuar, en consecuencia, eliminando obstáculos y abriendo las puertas y ventanas de nuestra persona y de nuestra vida para que entre en ella y nos transforme.

Abrir los ojos a la luz de Dios y estar listos para acoger gozosamente su misterio es siempre la mejor manera de descubrir la vida, de acrecentar la alegría, de robustecer la esperanza, y de no vivir engañados con nuestras falsas ilusiones

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