CONFIANZA ABSOLUTA  (Lc 21, 5-19)

CONFIANZA ABSOLUTA  (Lc 21, 5-19)

A lo largo de nuestra vida, tal y como ha ocurrido a lo largo de toda la historia, cualquier agorero o “iluminado” milenarista nos puede sorprender anunciando el fin del mundo, la catástrofe universal o una visión apocalíptica espeluznante y pretendidamente profética. Como creyentes, no necesitamos nunca argumentar en contra o entrar en una polémica provocadora e insensata; el propio paso del tiempo y la llegada de los sucesivos nuevos milenios los desautoriza y pone en evidencia.

En ese sentido material que propugnan tales visionarios, nuestra fe cristiana no tiene la respuesta a los profundos interrogantes de nuestro mundo, como si pudiéramos esgrimir un conocimiento del tiempo y del espacio superior al que tiene cualquier otra persona y en cualquier otra religión. El cristiano, siguiendo a su Maestro, Jesús, responde a cualquier amenaza, temor, o pretendida alarma cósmica y pánico apocalíptico, simple y únicamente, con una confianza absoluta. Ése es el reclamo evangélico suyo, y nuestra única respuesta: nada ni nadie nos causa pavor o miedo… Y, mucho menos, nada ni nadie consigue reclutarnos para ese ejército de descontentos, insatisfechos, alucinados o alarmistas.

Jesús, de todos modos, no elude el lenguaje apocalíptico y escatológico, que obsesiona y confunde muchas veces a los mismos creyentes inmaduros, demasiado preocupados por eso que consideran “su propia salvación”, y que les hace olvidar el verdadero compromiso cristiano, consistente en sólo buscar y pretender “hacer presente la voluntad amorosa y misericordiosa de Dios desde la sencillez de su vida”, sin alterarse ni dejarse “calentar la cabeza” con fantasías sobre el cómo del supuesto “fin del mundo”, o haciendo cábalas sobre inimaginables cataclismos conclusivos y aniquiladores del universo… tampoco podemos angustiarnos temiendo juicios divinos implacables o situaciones generadoras de zozobra sintiéndonos abocados a la desesperación…

Al exponer Jesús su propuesta evangélica en el contexto de esa forma de pensar “expectante” de su contemporáneos, y que reaparece continuamente en la historia tanto religiosa como profana de la humanidad, lo que hace es corregir nuestras exageradas y extemporáneas fantasías y apocalipsis, para destacar y aportarnos luz y claridad respecto a lo único importante y decisivo: el horizonte divino que Él nos aporta, y al que convoca a toda persona, iluminándola con su claridad y fortaleciéndola con su Espíritu. Horizonte que no es de cataclismos, aniquilación y perdición; sino de salvación verdadera; es decir, de cumplimiento y de plenitud, de vida ya definitiva. Y ello, precisamente hace imposible el terror, el miedo, la desconfianza y la angustia frente a ese momento o a esas circunstancias últimas, imposibles de predecir, sean las que sean, y que nunca serán “calculables” por nosotros.

La esperanza y el optimismo del evangelio nos dan la seguridad de que el día del Señor ha de venir. Y esa esperanza es la que nos distingue del simple pensar “mundano”, pues la transformación que obrará será no la terrorífica de un mal sueño convertido en pesadilla, sino el cumplimiento de las promesas, la plenitud de la salvación incoada por Cristo y ya gustada provisionalmente.

Si queremos expresarlo así, los cristianos vivimos en el mismo mundo que el resto de los hombres, sometidos a idénticas limitaciones, y con una única certeza: la de que seremos (no solamente nosotros, sino la humanidad) liberados un día de la supuesta “cólera de Dios”, es decir, del justo castigo que mereceríamos por nuestros pecados. Y, como hijos de la luz, que llegaremos a ser definitivamente algún día (y ésa es nuestra absoluta confianza), debemos permanecer “vigilantes”; o sea, trabajando en la construcción de la ciudad nueva.

Hemos recibido el mensaje y, a su vez, somos mensajeros: mensajeros de ilusión, de esperanza, de renovación en plenitud. Y eso tiene un doble significado, positivo y negativo. Negativamente: que nada nos asuste, que nada nos paralice, que nada nos haga retroceder. Y positivamente: que vivamos en la alegría de la espera, que estemos siempre animados, entusiasmados y “fuertes” en el espíritu, y que vivamos decididos a la renuncia feliz y generosa.

Porque la transformación, si nos fiamos de Jesús, de su palabras y de su vida, de su fidelidad al misterio divino que encarna, es segura, cierta, y será definitiva y para siempre, eterna… Y, como no podría ser menos, no se realizará según nuestra lógica, nuestras previsiones y cálculos, o nuestros temores y fantasías… de ahí, precisamente nuestra esperanza: porque se realizará según la lógica divina, es decir, la del amor, la de la salvación, y la de la plenitud en el cumplimiento de esas promesas suyas…

Nosotros sólo hemos de aportar, gracias a Él, fortalecidos por Él, una confianza absoluta

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