NI VIUDAS NI JUECES; NI JUECES NI VIUDAS        (Lc 18, 1-8)

NI VIUDAS NI JUECES; NI JUECES NI VIUDAS   (Lc 18, 1-8)

En la aplicación de la parábola del juez inicuo, que pone Lucas en boca de Jesús, la intención está expresada sin duda posible: se nos pide respecto a nuestra oración la insistencia y constancia de la viuda “para no desfallecer nunca”. Pero, como en la mayoría de las parábolas, e incluso de los relatos evangélicos, podemos darle la vuelta y poner las cosas del revés aceptando otras posibles sugerencias, mucho menos evidentes, e incluso no previstas por el narrador ni por el mismo protagonista, y que sin embargo no sólo son legítimas, sino que amplían las perspectivas y se convierten en enriquecedoras del relato y del impacto que pueda tener en nuestra voluntad de asumir esa actitud de seguimiento radical y siempre novedoso y creativo, que nos propone Jesús con su evangelio. El propio Jesús con sus palabras abre perspectivas mucho más amplias: ¿es realmente fe lo que tenemos en Él?…

Sería muy pobre conformarnos con la mera llamada a la perseverancia y la paciencia en el terreno de la oración, como si se tratara de seguir machaconamente aporreando la puerta del Señor en petición confiada de lo que pretendemos de él como favor. Porque realmente ¿podríamos atrevernos a decir que nuestras “peticiones” a Dios son “reclamaciones de justicia”, dado que somos víctimas del atropello y el desprecio de los poderosos, o porque somos de verdad injustamente tratados? ¿No buscamos siempre ventajas y trato de favor con Él? En absoluto podemos asemejaros a la viuda, que depende del favor y reconocimiento de sus derechos por los demás para vivir dignamente; por eso Jesús dice que lo que Dios no nos va a negar nunca es “su Espíritu Santo”, no nuestras pretensiones y quimeras…

Mi apreciación sería la de, como nos ocurre en la mayoría de los relatos y parábolas, identificarnos con ambos protagonistas, porque ambos reflejan componentes significativos de nuestro comportamiento y de nuestra actitud, que se acentúan de uno u otro modo según las circunstancias, los momentos y las personas con quienes tratamos y nos relacionamos.

¿En cuántas ocasiones nos comportamos como el juez inicuo, al que no se le puede imputar en principio maldad o corrupción, sino insensibilidad respecto al que sufre, y dejadez intolerable (sí, tal vez con graves consecuencias para la afectada, pero consecuencias a las que “no tiene por qué considerar el juez”, que tiene sin duda muchos litigios que atender y una larga “lista de espera”…); en definitiva, como mucho, negligencia en un asunto propuesto por alguien “insignificante”…?

¿Acaso no huimos siempre del importuno sin pararnos a pensar si en su vida hay un drama real, y renunciando a escucharlo precisamente por su poca importancia, su inoportunidad y su escaso valor para nosotros? ¿Acaso cuando “el pesado” e insoportable es alguien influyente o poderoso, no sólo lo escuchamos con una sonrisa de aprobación, sino que nos convertimos en aduladores suyos e incluso lo buscamos y disculpamos su impertinencia?

Y la pregunta surge con toda su crudeza y su carga provocadora: ¿es nuestro baremo y nuestro criterio para tratar a las personas y ser prójimo de ellas el mismo de Jesús?

En el puesto de jueces que tantas veces ejercemos sin serlo y sin que nos lo haya pedido nadie, contraviniendo ya de salida y de modo flagrante el propio mandato de Jesús (…no juzguéis…), en todo aquello que depende de nosotros nos mostramos inflexibles, inaccesibles, autosuficientes, y legitimados para que nadie nos exija nada; y en muchas ocasiones, ni siquiera nos doblegamos ante la insistencia, cosa que sí hizo el juez inicuo por pura vergüenza… Afortunadamente no ocupamos su puesto, porque probablemente nosotros ni nos sonrojaríamos… Por otro lado, es cierto que los asuntos legales y la administración de justicia han cambiado mucho desde entonces en favor y beneficio de todos: jueces y viudas…

Pero tampoco nos parecemos en absoluto a la viuda de la parábola. Porque, ¿quién de nosotros acude pacientemente y sin desanimarse sólo a reclamar justicia y no favoritismo (para eso sí que somos insistentes e incansables), consciente de que su impotencia sólo logre como único efecto seguir dando testimonio de la verdad, y que tal vez sea esa la única consecuencia de su esfuerzo y su constancia?  Y cuando somos constantes e incluso humildes para pedir, ¿es la verdad lo que reivindicamos?, ¿es el Espíritu de Dios lo que ansiamos?…

No somos viudas ni jueces, pero debemos ser siempre quienes infatigablemente hacen presente la verdad, la solidaridad y la justicia en su sentido más profundo; es decir, de respeto sagrado a la dignidad de las personas, la defensa valiente y generosa del prójimo. Y para ello nuestro anclaje es la confianza plena y absoluta en Dios, el afianzamiento en el Espíritu Santo que Él mismo nos infunde y regala precisamente para ser testigos de la justicia y verdad de su Reino.

Porque, en definitiva, tras estas reflexiones que sólo pretenden mostrarnos la tibieza de nuestro compromiso cristiano y de nuestro comportamiento; lo débil e inconstante de nuestro “sí” a Jesús; lo engañoso y desorientador de nuestro reclamar a Dios aquello que nos parece “justo”, y que no sólo es interesado, sino que hacemos nuestro reclamo desde posiciones que son siempre ventajosas; lo vergonzoso e inicuo de “mirar hacia otro lado” para librarnos del incordio de quienes no nos agradan; y un larguísimo rosario de despropósitos, de zafiedades y de recelos; tras constatar que no somos, afortunadamente, ni viudas que necesitan reclamar justicia porque viven en la precariedad y en la menesterosidad, dependiendo de criterios y costumbre crueles; ni tampoco jueces, ya que si lo fuéramos fácilmente nos dejaríamos llevar (probablemente sin llegar a cometer prevaricaciones ni injusticias), de la arbitrariedad y capricho de nuestra posición de superioridad; tras todo eso, Jesús nos emplaza ante su verdadero desafío, su pregunta directa, su provocación a nuestro presumir de cristianos: “Cuando vuelva, ¿encontrará en nosotros esa fe?…”

En otras palabras: ¿nos damos cuenta de que sin ser viudas ni jueces, seguir a Jesús es dejarse penetrar del Espíritu Santo, siempre y constantemente presente en nosotros como regalo divino; y cuyos frutos, entre otros, son la mansedumbre y la perseverancia, el gozo por la verdad y la disponibilidad absoluta para el prójimo, la paciencia y la delicadeza…Y, si nos damos cuenta, ¿tenemos el coraje de asumirlo y vivir el gozo de hacer de ello la única razón de nuestra existencia y no claudicar, desterrando la tibieza y el desánimo?…

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