¿CAMINAR HACIA JERUSALÉN?: INCOMPRENSIÓN FORZOSA… (Lc 14, 25-33)
Cuando en el itinerario final de su vida (tal como nos lo presenta san Lucas desde su capítulo 9), Jesús habla a los suyos exponiéndoles lo que solemos llamar “las exigencias del seguimiento”, podemos decir que las incisivas y sorprendentes palabras suyas (odiar a la familia, odiarse a sí mismo, cargar la propia cruz, desprenderse absolutamente de todo), no se refieren tanto a las “condiciones previas” indispensables para ser “uno de los suyos”; como a preguntarnos de forma contundente e inequívoca a los que ya somos, o pretendemos sinceramente ser, sus discípulos, si realmente sabemos que se dirige a Jerusalén…, si percibimos a qué nos arriesgamos, el peligro que corremos, las consecuencias de ser fieles e irreprochables en su seguimiento…
¿Es sincera nuestra voluntad de no separarnos ya nunca de él? Entonces tenemos también que ser conscientes y ver con claridad la perspectiva que se nos abre en la vida: no la del reconocimiento y el aplauso, la del éxito…, ni siquiera podemos contar con la comprensión y apoyo de los nuestros; porque lo que se dibuja en su propia meta de Jerusalén es una cruz… y es allí adonde lo acompañamos… y lo que hemos de atrevernos a vislumbrar en nuestra propia vida es también una cruz: la nuestra… no, como en su caso, en la literalidad de su condena cruel; sino en la realidad de nuestra impotencia e imposibilidad para lograr que sea apreciado su evangelio, del que hemos hecho sentido, fundamento y horizonte de nuestra persona, fuente, dicha y esperanza de nuestra vida, y que nos genera incomprensión e incluso desprecio, burla y rechazo hasta de quienes creíamos más cercanos e indulgentes… Lo decíamos hace unos días: ésos son sus estigmas…
Chocaremos con la incomprensión precisamente de esos “cercanos”, de los que compartían nuestra vida y por eso mismo creían conocernos “tan bien”, que nos habían “encasillado” ya en su propio esquema de vida. Y les pareceremos “lamentablemente” distintos y cambiados… Porque “el vendaval del Espíritu Santo” no tiene sólo efectos interiores o espirituales, sino que transforma realmente nuestro modo de vivir al descubrirnos, justamente desde el asombro, el gozo, y la esperanza de la cercanía irrenunciable con Jesús, un horizonte universal y eterno, que desautoriza nuestro “provincianismo” religioso y nuestro miedo a lo presentido como aventura de Dios en su Reino, y que nos da alas para salir del inconformismo y la resignación, elevándonos sobre el tedio y la rutina sin dejar por eso de pisar la tierra… Y esa perspectiva nueva, ligada a nuestro contacto ya íntimo con Él incorporándonos a sus seguidores, a su discipulado, es prioritario y relativizador de todo lo demás. Hasta el punto de que incluso si nos genera odio, enemistad, rechazo y repulsa de aquéllos a quienes nos sentíamos ligados y ahora se muestran incapaces de asimilar el enriquecimiento de nuestra vida con Jesús, porque no coincide con lo que ellos “esperaban de nosotros”, no podemos ni queremos prescindir de Él… El odio que involuntariamente pueda generar nuestra vida renovada¸ transfigurada definitivamente por su Espíritu incorporado a nuestra propia persona, nos hará ejercer ese mandamiento que resume justamente el nuevo sentido y el impulso cristiano de nuestra vida: “…amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os maltratan…”
Hemos de recuperar una sensibilidad respecto al discipulado, al seguimiento cristiano y a la conciencia de comunidad fraterna, que no esté referida a los aspectos morales o éticos, sino a la opción fundamental de nuestra vida. Las “consecuencias prácticas” y la opinión respecto a las cuestiones debatidas que afectan al comportamiento humano y reclaman “la opinión cristiana”, son una “segunda instancia” de nuestra fe; pero la radicalidad del compromiso con Jesús surge de lo profundo de la persona y es exigible siempre, porque caminar junto a Él y dejándose llevar por Él, que se convierte en vínculo de comunión real, afecta decisivamente la vida de las personas desde sus raíces y planteamientos más elementales y sencillos en apariencia; es decir, debe afectar a toda nuestra forma de vivir, organizarnos y plantear nuestro ritmo de vida, nuestra agenda, nuestra propia familia y nuestras perspectivas.
Dejar que el Espíritu Santo de Dios se encarne en nosotros, al modo como lo hizo en Jesús, el cual nos lo propone y hace posible, y nos convoca para que le dejemos que también “actúe en nosotros”; ha de marcar al seguidor de un modo tan definitivo que tiene que hacerse palpable, porque su comportamiento, tal como le ocurría a Él, se convierte en provocador e incluso escandaloso, “poco recomendable” en un contexto caracterizado por el reclamo de derechos, la rivalidad, el protagonismo, el aprovechar todas la ventajas a cualquier precio (mientras denostamos y maldecimos “el montaje” de esta sociedad), la salvaguarda a ultranza de “nuestra intimidad” a la vez que el exhibicionismo interesado y el regodeo morboso en los demás, etc.
Vivir y actuar al margen de todo eso, es a lo que nos conduce querer caminar con Jesús “hacia Jerusalén”. Él quiere que lo sepamos. Precisamente porque vale la pena, y no quedaremos defraudados. Y sobre todo nos insiste en que nunca estamos solos, Él va a nuestro lado transformándonos en una comunidad fraterna. Y viene a nuestro lado precisamente enlazando entre sí y con la suya nuestras manos, para que ni tengamos miedo, ni pretendamos caminar solo con nuestra fuerzas: no nos bastamos, necesitamos las suyas y las de los otros peregrinos: nuestros hermanos…
El seguimiento de Jesús nos ha de llevar a posponer todo lo demás, a no querer actuar con componendas e intentando conciliar a Dios con nuestros “intereses” o “proyectos”. En otras palabras: para ser en verdad discípulo suyo no basta con “llegar hasta Él”, acercársele; sino que es preciso estar dispuesto a darle la prioridad absoluta en nuestra vida postergando todo lo demás. No se trata de dejarse cautivar por sus palabras, de formar parte de sus espectadores o incluso de acompañarlo más cerca o más lejos en su periplo; es algo más radical, algo que da sentido incluso al odio ajeno, a la propia cruz de Jesús, al testimonio martirial de sus seguidores: es verlo y juzgarlo todo desde la única óptica del amor bondadoso de Dios, de su ternura y misericordia, desde la fortaleza de su Espíritu puesto a nuestro alcance… Es asumir con Él, sintiéndose realmente bienaventurado por ello, los riesgos del Reino…
No se trata de introducir a Jesús y su evangelio en el programa de nuestra vida; sino de programar nuestra vida desde él… ¿Incomprensión forzosa?: ¡Naturalmente! Nos lo advierte clara, pero también gozosa y entusiasmadamente el propio Maestro… Y san Juan no se cansa de decir, interpretando a Jesús, que es imposible contentar a la vez “a Dios y al mundo”… Sin embargo, el propio Dios nos deja elegir…
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