IGNORAR, EVITAR, DESCONFIAR   (Lc 10, 25-37)

IGNORAR, EVITAR, DESCONFIAR   (Lc 10, 25-37)

A propósito de la parábola lucana “del Buen Samaritano” casi es una osadía pretender decir algo, cuando el relato es tan vivo y las conclusiones tan evidentes. Por eso casi siempre nos limitamos a acentuar o recalcar detalles e incidir en los contrastes, simplemente para extraer de ella toda la carga de evangelio que contiene, ya que Jesús no deja resquicio ni excusa para malinterpretarla o rebajar el nivel de exigencia que se nos propone en ella.

Desde esa perspectiva en que nos sitúa Jesús, me limito a destacar alguna característica de nuestro comportamiento habitual e irreflexivo en esta sociedad en que vivimos y en este mundo tan inhumano que construimos.

La inquietud por nuestra carrera profesional y por nuestra competencia laboral, el encomiable afán de autosuperación y el reconocimiento de nuestro esfuerzo, la sana rivalidad, la preocupación por la previsión del futuro, y esa larguísima cadena de inquietudes y exigencias que descubrimos en nuestro complejo mundo, simplemente para poder “vivir tranquilos”, nos conducen imperceptiblemente a ignorar al otro, a evitar al prójimo (es decir, a no ser realmente “prójimo” de nadie), y a desconfiar de cualquier persona desconocida. Convertimos el supuesto y pretendido desarrollo de nuestra persona y el logro de nuestros objetivos en motor de individualismo; nos encerramos, y nos imponemos una especie de olvido respecto a la ineludible necesidad que tenemos de los demás, porque no consideramos al otro como fuente necesaria de enriquecimiento de nuestra persona, sino más bien como rival (en el mejor de los casos) o como enemigo…

Sólo a veces, después de una reflexión, y si tenemos la suficiente honradez y paciencia para escuchar esa especia de “bondad natural” que tenemos todos aunque la ignoremos, nos decidimos a algún gesto o actitud de consideración al prójimo. Pero nuestro ritmo cotidiano nos lleva normalmente a sofocar y evitar esa innata tendencia de compasión directa, conformándonos con los lamentos ante el sufrimiento injusto de los que están lejos y nos son inaccesibles.

Al hilo de la parábola de Lucas con su provocador contraste entre la “religión oficial”, que cierra los ojos al prójimo “porque pretende tenerlos “sólo para Dios” (como si ambos fueran mutuamente excluyentes); y la bondad espontánea de un donnadie, que al abrir los ojos y hacerse prójimo del otro, descubre y vive a Dios en el hermano, sin rituales ni liturgia… como digo, al hilo de ese contraste, me parece urgente desautorizar con toda contundencia, en nombre de Jesús y su evangelio, esos “pilares” de nuestras relaciones sociales que son: el individualismo ignorante de los demás (“cada uno que se apañe…”, “sálvese quien pueda”, “quien no corre, vuela”, “la vida es una lucha despiadada”,…); la tendencia a evitar el encuentro directo con los excluidos y las víctimas, buscando tan sólo (¡cuando lo hacemos!) instancias mediadoras fiables que canalicen unas monedas; y la desconfianza frente al desconocido (e incluso frente al conocido), que nos lleva a blindarnos con cerrojos y amurallarnos.

Decididamente, Jesús prohíbe ignorar, evitar y desconfiar del otro; y nos exige, por el contrario, acercarnos, hacernos prójimo, mirándolo, buscándolo y confiando…

Con frecuencia decimos, ciertamente con tristeza y nostalgia sinceras: “Antes podías dejar la puerta de casa abierta; pero hoy en día no te puedes fiar de nadie”. ¿Nos damos cuenta de que eso mismo, tomado a la inversa, significa que hoy nadie puede fiarse de nosotros, nadie puede confiar en que seamos su prójimo?…

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