DESCONFIAR DE LOS HERMANOS  (Jn 20, 19-31)

DESCONFIAR DE LOS HERMANOS  (Jn 20, 19-31)

Estamos tan acostumbrados a considerar a Tomás como el prototipo de la duda respecto a la resurrección de Jesús, con el famoso “si no lo veo, no lo creo”, que resumimos de uno u otro modo el sentido de ese relato evangélico de san Juan en una invitación a no pedir nunca pruebas a Dios, exigiéndole evidencias para aceptar su invitación a la confianza en él, ya que precisamente la fe en Él consiste en una actitud de entrega y confianza que sobrepasa el terreno de lo material de nuestra vida terrena, al proponernos un horizonte que apunta a lo que consideramos “espiritual”, es decir, no controlable ni materializable, pero realmente definitivo y verdadero, cumplimiento de nuestras más profundas aspiraciones como personas y única posibilidad de plenitud para nuestra vida.

Todo eso es cierto, y es patente e indudable la intención ejemplar y pedagógica del evangelista respecto a lo que supone el seguimiento cristiano y la llamada al discipulado (o apostolado) para todos aquellos que no hemos sido testigos directos de la vida terrena de Jesús ni del misterio incomprensible e inesperado de su resurrección y ascensión. Quien pretenda “creer en Dios y en Jesús, el Cristo” acumulando pruebas o deducciones lógicas, a base de manifestaciones palpables y silogismos impecables, está llamado al fracaso: nunca logrará la prueba concluyente o el discurso irrefutable. La experiencia de vida y comunión con las personas, del amor y del compartir, de la propia identidad personal y su imprescindible necesidad del otro, del anhelo del infinito nunca alcanzado ni alcanzable, pero motor auténtico de confianza radical y fortaleza, de ilusión y de alegría; en resumen, la consciencia de una dimensión de nuestro ser que nos sobrepasa a nosotros mismos, y de una realidad que hemos de confesar radicalmente inaccesible y sin embargo constitutiva de nosotros mismos; todo lo que nos constituye como “personas encaradas al infinito” y no como simples seres susceptibles de comprender nuestro mundo y ser dominadores de lo finito, es “indemostrable” según esos criterios científicos y técnicos que hemos imperativamente de aplicar a la naturaleza en la que estamos insertos.

Tal vez gracias al “mal ejemplo” de Tomás hayamos caído definitivamente en la cuenta de que es absurdo y necio pretender buscar “evidencias” para creer en Dios; y de que, quien pide tales pruebas, ya está situando a Dios, así como también, evidentemente, a la resurrección de Jesús, en unas coordenadas no divinas, sino “nuestras”: mundanas y absurdamente materiales cuando precisamente estamos refiriéndonos al “más allá de nosotros mismos y de nuestro mundo”. Y tal vez por eso, por el contra-ejemplo de Tomás, lo hagamos, como no puede ser de otra manera, en términos de fe, de esperanza y, en resumen, de misterio; el misterio de nuestra propia persona, del universo y la vida, y de ese plus incomprensible, motor de felicidad y de entusiasmo, de llamada a universalidad y plenitud en un horizonte infinito indefinible e indescriptible.

Pero dicho esto, a mí me ha molestado siempre esa (aunque inconsciente y no maliciosa ni condenatoria, sí indirecta) intención de avergonzar a Tomás y su comportamiento “incrédulo”. Y, además, considero al evangelista mucho más sutil que con el simple objetivo de que quede ahí todo su propósito. Con Tomás no sólo está poniéndose en juego la fe en Dios o en Cristo resucitado, sino la confianza en sus hermanos. Porque, sin lugar a dudas, ninguno de ellos “ha creído sin haber visto”… La única diferencia respecto a Tomás es que, desgraciadamente para él, resulta que no estaba presente el día y momento de la aparición de Jesús resucitado; pero ellos, hasta ese momento eran tan incrédulos como él… ¿Por qué Tomás ha de darles crédito? ¿Por qué ha de ser discriminado de las apariciones?… La duda se impone; pero la duda respecto a sus compañeros, más bien que respecto a Jesús, porque Jesús también se le aparecerá a él…

Sin embargo, y hacia ahí creo que desliza delicadamente el evangelista su relato, el dato es que la presencia y cercanía de Jesús resucitado, no pudiendo ya palparse físicamente, está desde ahora dependiendo del testimonio de los hermanos, y no podemos plantearla en función del individuo sino de la comunidad de discípulos unidos al Maestro: sólo podré percibir el misterio de la salvación, de la vida inaugurada con la resurrección del Mesías Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, a través de mi incorporación a su iglesia naciente, sin tener ningún “derecho” a reclamar una aparición personal. Es lo que había predicado él mismo: lo he de ver en mis hermanos, lo he de descubrir en el gozo inefable de la comunión en una vida nueva, de mi inmersión en ese horizonte misterioso e insospechado en el que él mismo vivía y que nos resultaba tan seductor y atractivo como inaccesible.

El relato tiene un doble propósito: no podemos partir de la desconfianza ni del recelo respecto al prójimo, mucho menos respecto al “cercano”. Esa sombra de sospecha en que nuestra sociedad y nosotros mismos situamos siempre al otro, esa vergonzosa desconfianza que constituye el fundamento de nuestro estilo de vida, de nuestro mercado competitivo, de nuestra rivalidad y nuestras aspiraciones, ese amurallarnos en nuestras posesiones y hacer impenetrables nuestras personas, nuestras casas, y nuestros deseos e intenciones, no es cristiano, contradice el estilo evangélico. Tomás no se fía de sus hermanos… quizás porque sus hermanos no son de fiar tampoco… Pero eso no le excusa… En cualquier caso, ése es el error de base.

No confía en las palabras de ellos respecto a Jesús resucitado, porque no parecen poderlas acreditar de ninguna manera; y, claro, aceptar sin prueba alguna, aunque sea indirecta, es temerario y arriesgado… y más si los supuestos testigos no manifiestan ningún signo de credibilidad… es arriesgar demasiado y, en apariencia, de forma gratuita e injustificada…

Y tiene razón en eso: ¡naturalmente que la confianza es un riesgo! Es el riesgo ineludible del amor y la bondad, de la disponibilidad y la entrega, el riesgo del Maestro acompañándolo y cuidándolo a él y a sus compañeros, lavándoles los pies, el riesgo que lleva a Jesús a la cruz, el riesgo de quien quiere identificarse como discípulo suyo, el riesgo del cristiano…

Y confianza no es candidez o ingenuidad, sino al contrario: lucidez y clarividencia de quien sabe que lo pueden engañar, que asume libremente que puede convertirse en víctima, que tal vez lo conduzcan a la cruz, que no le van a agradecer ni a reconocer su entrega desinteresada, que “las ventajas” están de parte del traidor, del desalmado, del malvado… Por eso, incluso a riesgo de ser engañado, de que se rían y burlen de él, Tomás debería fiarse de sus “hermanos”; sobre todo cuando le señalan, a pesar de lo increíble e inesperado, la culminación de sus aspiraciones, de esa trayectoria vital que había acompañado y percibido él mismo en Jesús… debía confiar en que si sus hermanos le engañaban, el propio Jesús, su Maestro, le haría ver la verdad y le acompañaría como “víctima”… Tomás no falla por no creer en Jesús, sino por no tener confianza en sus hermanos… No piensa que esa desconfianza le puede llevar a perder a su Maestro….

Pero, a la vez, por otro lado debemos reclamar: ¿cómo si se les ha aparecido realmente Jesús, y con ello han accedido por fin a la “vida nueva” que Él les prometía y les regala, su vida sigue siendo tan “vieja” que no se puede identificar en ellos los estigmas del propio resucitado, esa radical irrupción de una vida nueva, ese entusiasmo definitivo y transformador que irradia luz y fuego espiritual?… ¿es que pretenden que ello sea únicamente una simple noticia, que sólo ellos conocen porque han tenido acceso milagroso a una fuente de información exclusiva y privilegiada?… ¿acaso el encuentro con el Jesús resucitado no pretende provocar en ellos el cambio definitivo que los haga sacramentos del propio Cristo, y sólo pretende ser la información de algo…?

Desconfiar de los hermanos nos hace imposible acceder a Cristo resucitado… Pero no dudemos ni temamos: el propio Cristo pone remedio, cuando reconocemos nuestro error y no nos exiliamos de su comunidad aislándonos de ella… Y no lo olvidemos tampoco: los testigos están llamados a vivir de un modo nuevo, resucitado; muy distinto y distante de un modo de vida de simples entusiastas del Jesús vivo, pero decepcionados por su cruz e indiferentes a su resurrección…

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