ESTAR AL ACECHO  (Jn 8, 1-11)

ESTAR AL ACECHO  (Jn 8, 1-11)

Toda la inmensa capacidad de autoexculpación que ponemos a prueba para intentar tranquilizar nuestra conciencia, y justificarnos de nuestra evidente “culpabilidad”, debida a nuestra torpeza, a errores, a inconveniencia y desatino al obrar (incluso “maldad” en ocasiones), cuando decidimos y ejecutamos libremente acciones cuyas consecuencias son molestas, dañinas o perjudiciales para otras personas, a las que (decimos que “sin intención”, o como un mero “efecto colateral” no pretendido) ofendemos o herimos; todo ese arsenal de excusas y pretextos propios, se convierte en potencial insaciable de acusación manifiesta e “innegable”, en juicio desautorizador y condenatorio, en “demostración flagrante” de irresponsabilidad y de “mala voluntad”, en sentencia inapelable, cuando juzgamos a los demás o valoramos acciones ajenas; sobre todo, si nos sentimos afectados mínimamente por ellas o nos sabemos con autoridad sobre ellos.

Las escenas del evangelio en que se nos muestra la piedad y la misericordia de Jesús, su indulgencia con los pecadores y su concesión incondicional de perdón como oferta constante de salvación y reconciliación con Dios, como renovación ilusionada y comprometida de vida; casi siempre se nos presentan con el correlato de la desautorización absoluta y tajante de juzgar al prójimo y reclamar su condena: a los cristianos nos está prohibido condenar. Jesús ha venido a perdonarnos, y únicamente nos encarga ejercer su misma misericordia y ofrecer idéntico perdón, y tal como lo hacía él mismo: indiscriminadamente y sin reclamar castigo…

La narración joánea de “la mujer adúltera” es paradigmática al respecto: que Jesús ofrezca su perdón no es nada inesperado ni sorprendente para nadie. Todo lo contrario: se podía contar siempre con ello. Era “de dominio público”… Lo que resulta sarcástico e indignante es que quienes “están al acecho” pretendan encontrar un motivo de condena, de acusación manifiesta al Maestro, precisamente en la actitud conocida, esperada y provocada por ellos, del ejercicio del perdón. ¡Qué triste ironía que busquen ocasión de condena y de blasfemia imperdonable en la proclamación de la misericordia y la clemencia ilimitada!

Precisamente lo llamativo de la escena es eso: la acusación al prójimo, despiadada y casi diríamos vengativa y cruel, por justa que sea según las leyes y normas que, aunque pretendamos “inspiradas” por Dios, son siempre nuestras (y, por tanto, sometidas a nuestra limitaciones, a nuestra “cosmovisión”, y condicionadas por nuestro aquí y ahora, siempre provisional por mucho que en él descubramos la providencia divina en un momento dado); esa acusación “tan justa y evidente”, se vuelve contra nosotros… Porque la simple palabra indulgente de Jesús pone en evidencia nuestra doblez, nuestra de facto complicidad con el mal, al pretender ser no sólo los obsesivos escudriñadores de vidas ajenas, sino los verdugos y ejecutores de la sentencia inapelable que pretendemos para “el otro”.

Y la delicadeza y la bondad de Jesús (casi incomprensible, ya que nuestra maldad nos hace a nosotros merecedores de la condena ajena que reclamamos), es tal que nos pone en evidencia sin acusarnos ni devolvernos la acusación, ni desautorizar nuestros juicios, sin dictar él ninguna sentencia… Jesús se limita a ponernos delante, y previamente a cualquier condena al prójimo, el espejo iluminador de nuestra propia vida: la viga de nuestro ojo…

Quiero ver en el pasaje algo mucho más serio y profundo que el simple mensaje de la misericordia y el perdón absoluto de Jesús y su desautorización del juicio al prójimo. Lo que genera nuestra maldad al traducirse en deseo de condena a los demás y de reclamo de eso que llamamos “justicia” (¡“que pague el culpable”!), es nuestra vergonzosa actitud de “estar al acecho” de los demás, de no centrar todo el esfuerzo de nuestra vida en ejercer la bondad y en “estar disponibles”, sino en “estar pendientes del otro”… El éxito y el triunfo de programas de televisión de máxima audiencia y de “noticias”, chismes, rumores y un largo etcétera, retrata también una sociedad y un comportamiento desgraciadamente generalizado…

Tal vez lo más triste del episodio evangélico no sea la dureza de corazón y la intolerancia de querer lapidar “en justicia” a un culpable; me atrevo a pensar que incluso eso era algo no pretendido por los acusadores, y en el fondo acudían a Jesús para no condenarla (y de paso, obviamente, acusar a Jesús de conculcador de la ley); es decir, su maldad no era tanto querer lapidar a la mujer (a la que querrían “salvar” aprovechándose de la indulgencia de Jesús), sino condenar a Jesús… Pero lo más triste lo veo yo en la vida miserable de unos “grandes personajes”, influyentes, poderosos y respetables, que consumían su vida al acecho del prójimo para ver “cuándo y cómo pecaban”… Más que chismorreo y mojigatería es vivir una vida falsa y emponzoñada, mezquina, podrida…

“Vivir al acecho” del prójimo, y hablar luego de la Sagrada Ley y lo divino, sí que es una blasfemia; porque es  pretender hablar en nombre de Dios, viviendo en las antípodas de Dios… Ayer y hoy…

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