VOLVIENDO ESTE MUNDO DEL REVÉS (Lc 6, 17-26)
La tesis teológica tradicional en tiempos de Jesús, tesis generalizada a lo largo del espacio y del tiempo en prácticamente todas las culturas religiosas, y que llega de forma más o menos larvada hasta nuestros días, afirmaba que Dios protege al justo y lo bendice con una vida abundante y feliz en este mundo; y que, en consecuencia, la riqueza, el poder, la salud y “la felicidad terrena” son signos inconfundibles de “bienaventuranza”. A tales personas privilegiadas se les podría bien felicitar por ello proclamándolas “dichosas”; y ellas mismas pueden, o al menos podrían, presumir de afortunadas, de elegidas, de preferidas por Dios.
Tal teología “oficial” funciona o ha funcionado prácticamente en todas partes y en todas las creencias, llegando a constituir la base de nacionalismos religiosos exaltados, intolerantes y fanáticos; de rivalidades y connivencias con el poder y su ejercicio autoritario; de perpetuación de injusticias y opresión de colectivos y clases sociales; de desprecio y condena, más aún, de ensañamiento y crueldad con las víctimas, los excluidos y los desfavorecidos; y de gran número de visiones malignas y formas “diabólicas” de “creer en Dios” y “hacer su voluntad”. Afortunadamente, hoy en el pensamiento y la praxis cristiana no es posible defender tal “teología” falaz; y, por el contrario la denuncia de una tan burda y vergonzosa interpretación de las diferencias sociales forma parte de la moral oficial y de la vida práctica, del discurso coherente y del comportamiento consecuente de cualquier fiel creyente y de toda institución eclesial.
Y lo que no puede olvidar o dejar de lado ningún cristiano consciente, “aparcándolo” al terreno de lo ya superado o tildándolo de simple “forma anecdótica o parabólica de hablar”; lo que sí debe mantener y reafirmar con claridad y contundencia, es que el evangelio de Jesús siempre tiene claramente como pórtico el discurso de las Bienaventuranzas, la paradójica afirmación de una “inversión de valores”, como primera, capital y definitiva “señal de identidad”.
Por exponerlo con brevedad: las Bienaventuranzas de Jesús no son un elogio de la pobreza y de las situaciones adversas en la vida alegrándose de la propia desgracia e incluso deseándola, ni una invitación descabellada al sufrimiento o una recomendación sádico-masoquista a buscar desventajas y carencias. No son ningún imperativo para poner a prueba nuestro compromiso y nuestra virtud o nuestra fuerza de voluntad, exigiéndonos el sacrificio; no se trata de nada de eso. Porque ello sería tanto como hacer del evangelio una convocatoria a que la humanidad fuera materialmente desgraciada, y a que el objetivo de “cuidar la creación” no fuera el desarrollo humano, sino el permanecer eternamente en la precariedad y el ostracismo.
Las Bienaventuranzas tampoco son una llamada al seguimiento radical, a la renuncia absoluta y al monacato o a la “consagración de vida”. Tomarlas así sería un monumental error. La propia vida terrena de Jesús no es una vida de miseria y calamidades, no es eso lo que implica la renuncia y la austeridad evangélicas por él proclamadas y, ésas sí, exigibles al discípulo. El seguimiento y la radicalidad del evangelio en cuanto modo de vida lo propondrá Jesús expresamente y de otra manera: con una llamada personal y en un horizonte distinto al de la “estructura social” que el hombre ha de ir construyendo para convivir y promocionar un desarrollo justo, equitativo, generoso y que tenga en cuenta a los más desfavorecidos; desarrollo que, como imperativo de actitud cristiana ha de ser solidario, compasivo, y debe privilegiar a los más débiles y necesitados, a los menesterosos y excluidos, a todos los que sufren.
Pero las Bienaventuranzas como programa son una clara llamada a esa “inversión de valores” que propugna Jesús con sus palabras y sus obras; una lectura de la realidad y del modo de entender la vida distinta a la habitual nuestra, humana y terrena: la lectura divina, que no coincide con esa tendencia religiosa nuestra a considerar el éxito y el “sonreírnos la vida” como bendición del cielo y signo de elección y privilegio. Para Dios, que como amor y bondad forzosamente tiene decidida eternamente su opción por los pobres y los que sufren, y cuya mirada es atraída preferentemente por ellos, son los tachados por nosotros de malditos y excluidos de la alegría y el gozo, los verdaderamente agraciados y benditos. Hemos de saberlo y vivirlo en consecuencia, por mucha sorpresa que nos cause.
Por eso, realmente, las Bienaventuranzas no son palabras de consuelo o de ánimo en sí mismas, ni siquiera simplemente de compasión (para ello han de ir acompañadas de nuestra misericordia y nuestra entrega); sino que son auténticas “Felicitaciones” de Jesús a personas a quienes él (y Dios…) considera realmente afortunadas… y que probablemente ignoran su ventaja que las hace tales, porque su estado de necesidad o precariedad y la consideración de sus semejantes puede enturbiar su visión, nublar su mirada o confundir sus pensamientos: la mirada de Dios, que no excluye a nadie, desde el origen se dirige primero a los pobres (precisamente porque no depende de Él el reparto de “bienes y males”, y no puede evitar que la injusticia y la desigualdad se adueñen de la voluntad humana y determinen un mundo con víctimas inocentes y con maldades y desgracias, a pesar de no ser ése su plan creador ni su voluntad y deseo…), y eso es suficiente motivo para sentirse y saberse realmente afortunados: esa pobreza no es signo de maldición y olvido de Dios, sino de su privilegio y cercanía, una bendición real.
Desde que el hombre es hombre (¿pecado original?) somos nosotros quienes le hemos dado un vuelco tan grande a su plan creador, que lo vemos todo del revés: lo profano y lo sagrado, bendición y maldición… y la única forma de que la realidad y nuestra vida recupere su fundamento y su horizonte, su coherencia y su ser cabal originario y con perspectiva divina (es decir, “bendita”), la razón y meta de esa creación suya, es volverlo todo del revés para de ese modo enderezarlo (es decir, en lenguaje paulino: invertir así por Jesús, lo que habíamos invertido desde Adán…): Os felicito a los pobres: sois “Bienaventurados”…
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