SOBRE PECADO, PERDÓN Y PECADORES
En una de las últimas “Charlas-Coloquio” que todos los jueves mantenemos media docena de personas (lo digo así para atenuar el “fracaso” de una convocatoria que siendo abierta sólo consigue reunir a seis…) inquietas por “hacer teología” y así descubrir y compartir con rigor y coherencia la profundidad de nuestra fe cristiana y las exigencias inherentes al compromiso sincero con el evangelio, en clave de discipulado, de comunión y compromiso, no conformándonos con fórmulas y dogmas, ni con la falsa fidelidad de “lo oficial y lo mandado”, sino asumiendo riesgos e intentando dotar a nuestra vida de coherencia y perspectiva desde el horizonte del seguimiento a ese Jesús siempre desconcertante, y que descubrimos siempre presente en la realidad; hablábamos y debatíamos sobre todo lo que significa y condensa ese concepto tan significativo y polémico de “pecado” en la trayectoria vital de nuestras personas y en el entramado conceptual de la “doctrina cristiana”; es decir, tratando la cuestión con rigor intelectual y con coherencia, sin concesiones a lo fácil, a “lo ya sabido y siempre dicho y enseñado”, y sin partir tampoco de esas “normas” o “declaraciones oficiales” que no siempre están avaladas por el rigor y exigencia que reclama el evangelio, y el propio Jesús, al plantearnos la verdad y el compromiso, y ello aunque implique (y precisamente porque lo exige e implica) rechazar todo eso “que se nos dijo” y que se nos presentó a veces como indiscutible, definitivo e infalible sin serlo… en resumen, actuando y pensando sin complejos, y sin temor de ser excomulgados, “condenados”, o tachados tácitamente de herejes o demonios…
Aunque no todos estuviéramos de acuerdo en todo, y de ahí la riqueza de nuestros encuentros, me permito apuntar las tesis al respecto que mantengo (en realidad, nada “originales”, sino más bien conclusiones de teólogos y estudiosos muy serios y comprometidos), y que dieron origen a la charla-coloquio suscitando una reunión que me atrevo a calificar de seria y profunda, y también de “divertida” y distendida, de enriquecimiento, realmente teológica y sin dogmatismos; y, por encima de todo, ocasión de realmente compartir nuestra fe, con la inquietud y los ineludibles interrogantes que plantea y provoca a nuestras personas y a nuestras vidas, y con la imprescindible ayuda y luz de nuestro prójimo para poder gozarla, llenarse de ilusión y seguir adelante hacia el misterio…
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Algunas tesis sobre el pecado y el perdón a la luz del evangelio:
- La clásica y tajante división entre pecados veniales y pecados mortales es limitada y artificiosa, “actualizable” y discutible, consecuencia de una visión distorsionada y “mojigata” de la fe, no es evangélica (pues es otra la perspectiva del “pecado de muerte” joánico, o del “pecado imperdonable contra el Espíritu Santo” evangélico). Puede admitirse, como única justificación para mantenerla, una especie de “pedagogía moral” en una sociedad de masas incultas, heterónoma y de mentalidad servil.
- El concepto de “pecado” aplicado con diversos matices y acentos es equívoco, pues no hace referencia a ideas o actos equiparables y unívocos, sino que se emplea como un término análogo, que simplemente subraya o matiza actitudes, realidades o hechos (actos humanos) que tienen una connotación “negativa” o errática, en planos muy diversos y no siempre equiparables, respecto a lo que constituye el ideal del comportamiento cristiano.
- La tradicional doctrina católica sobre el pecado, el perdón y la penitencia, todavía mantenida hoy en el discurso oficial de la Iglesia, es parcial y engañosa, lastre de situaciones y mentalidades superadas, inadecuada e “incomprensible”, e incluso teológicamente criticable y rechazable desde los más fieles planteamientos de un cristianismo auténticamente evangélico y militante. Surgieron de una mentalidad “infantil”, y desde una religiosidad de miedo y sacrificio (“lo sacral como terrible”, “Dios como juez inapelable”…), desautorizada y superada definitivamente por Jesús.
- La supuesta “pedagogía del miedo y la amenaza”, del castigo y de la angustia, de la condenación y el infierno, se muestran hoy en día como inhumanas desde la perspectiva de la vida y las palabras de Jesús y su anuncio de salvación y de perdón; y el usar de ella como “director de la conciencia” es, en clara consecuencia, deshumanizador, patológico y antievangélico.
- El propio concepto teológico de “pecado” no tiene que ver ni puede provocar o favorecer una conciencia escrupulosa, dominada por el miedo, la ansiedad o la angustia, ni una culpabilidad atosigante o autocondenatoria; sino que se dirige a provocar sensatez y clarividencia evidenciando nuestra necesidad de la misericordia divina y su indulgencia, al constatar y reconocer los límites de nuestra persona y de nuestra voluntad auto-centrada, y sus riesgos para “dar frutos” según el evangelio y el compromiso de seguimiento asumido con nuestro bautismo.
- En realidad, ésa y no otra es la propia y sana teología de los auténticos “Pastores” y “Doctores” de la Iglesia, cuya pretensión en fidelidad a Jesús y su evangelio no era juzgar ni condenar tejiendo normas y leyes estrictas y amenazantes (no es eso a lo que se refiere “la puerta estrecha…”), sino proclamar realmente el único evangelio cristiano: el de la misericordia y el perdón. Ellos mismos, inmersos en esa red y ese corsé jurídico-legal aparentemente inevitable e impuesto en el orden social en que vivían; sin embargo, llenaron de cautelas la rigidez y contundencia de aquellos imperativos legales (mandamientos y preceptos a cumplir bajo amenaza de “ser condenados”) de consecuencias infernales terribles y que resultaba esclavizador de conciencias sencillas e ignorantes; y así, fundamentaron a tal efecto sutiles distinciones que podían ser tomadas como “exculpatorias”: diferencia entre simple atrición y contrición perfecta, plena advertencia y perfecto consentimiento como indicativos de lo “posible” o “imposible” por ignorancia vencible o invencible, por error culpable o inculpable o inevitable, con restricción mental o no, según la teoría probabilista o probabiliorista, y un larguísimo etcétera de distingos y casuística, del que Pascal dio buena cuenta cuando, como era el caso, se argüía “jesuísticamente” en base a ellos y en beneficio propio. Sin necesidad de emplearlos del modo cínico y escandaloso que denunció el autor de las “Provinciales”, se puede concluir que lo único definitivo para la consideración del llamado “pecado” en toda su densidad es el agustiniano “Ama y haz lo que quieras…” como guía de comportamiento y vida cristiana, en la estela del propio Jesús. Y desde ese “ama y haz lo que quieras” compilador de la herencia-testamento de Jesús con su “Amaos como yo os he amado”, debe cada uno analizar con sinceridad, honradez y lucidez sus “pensamientos, palabras, obras y omisiones” sin necesidad de someterse al agobio de un cuestionario privado ni de un interrogatorio público, mucho menos de escrutadores de conciencia ajena… Es decir, tomar conciencia de todo lo que nos convierte más en cómplices de “la maldad de este mundo” que en sus víctimas; lo cual, si así lo queremos (y si no, no) podemos llamar “pecado” por darle un calificativo que hace referencia a nuestra consciencia del compromiso que con nuestro bautismo libremente habíamos adquirido. Pero sin más dramatismo; sino, muy al contrario, experimentando con ello la necesidad del perdón y de la gracia, descubriendo la dicha de la misericordia de Dios y el gozo inherente a ella.
- Porque es evidente que lo determinante es la conciencia de infidelidad o “indignidad”, fruto de la libertad y de la responsabilidad personal, reconocida en lo que se considera tradicionalmente “materia grave” (indicadora de “traición” al seguimiento) por responder al núcleo de la actitud y comportamiento evangélico. Si la queremos llamar “conciencia de pecado” hemos de eliminar todas las connotaciones acumuladas por tal término equívoco a lo largo de la historia religioso-teológica, y que lo hacen en multitud de casos, todavía hoy, susceptible de ser aplicado a una consulta psicoanalítica o a una clínica psiquiátrica, más que a una profunda reflexión teológica. El pecado en ese sentido se debe definir desde la actitud e intencionalidad; considerando rectamente las consecuencias de nuestros actos concretos y realmente libres en el horizonte de nuestro compromiso personal y comunitario de fe.
- La oferta del perdón por parte de Dios es constante, reiterada y perenne; y es previa a nuestro pecado y a nuestra conciencia del mismo: constituye el anuncio y la concreción del don de la salvación. Nuestro reconocimiento, conciencia y “arrepentimiento” (el lamento de nuestro error y nuestra responsabilidad “en el mal”, sincero y manifestado) actualiza ese perdón nunca negado y lo hace “eficaz”.
- En rigor, ese reconocimiento y conversión personal sincera es la única condición exigida por Dios para otorgarnos su perdón y no requiere la mediación de la comunidad, salvo para hacerla manifiesta como reintegración a ella, es decir: al testimonio compartido de hacer presente la bondad divina integrados en un proyecto común. Su refrendo comunitario, como el del Bautismo, es la celebración sacramental eucarística como culmen y referente de la iglesia local en comunión, compartiendo su seguimiento a Jesucristo. La visibilización por medio de una confesión ritual no es la fuente ni el origen del perdón sino que posee una función declarativa.
- La disciplina penitencial y sacramental eclesiástica, con sus componentes de “autoridad”, requisitos de “confesión oral” y absolución por el “ministro ordenado”, con sesgo judicial, ritual y legalista, únicamente es exigible en lo que eran y pueden seguir siendo considerados “pecados públicos”, por lo que implican de exclusión notoria y evidente de la dinámica de comunión y de exponente visible de infidelidad, corroborado por una decisión personal libre de rechazo expreso o tácito del seguimiento y del testimonio público de la fe en Jesús. Tales casos están o se sitúan en la dinámica y perspectiva de lo que podríamos llamar “apostasía práxica”, con sus consecuencias de “excomunión”; pero no son representativos ni modelo del perdón sacramental de los pecados o de las claudicaciones en la vida habitual de los cristianos; las cuales por el contrario, se deben situar en el único marco de referencia adecuado que les es propio: el de la necesidad habitual de la gracia, el reconocimiento de nuestra radical “injusticia” e imposible “justificación por las obras” frente a Dios (en la terminología paulina), y en la real y verdadera “justificación por la fe”; es decir, la seguridad de la indeclinable y perpetua oferta del perdón suyo, la realidad de la salvación.
- Por muchas declaraciones, definiciones e incluso anatemas tridentinos al respecto, la consideración de la teología de la penitencia y de su celebración como sacramento desde una perspectiva judicial, forense y ritualista-sacrificial es una opción discutible, teológicamente dudosa (como mucho sólo contempla un componente parcial, y no el más importante, de acento más bien pedagógico en su momento), e incluso con un sesgo claramente antievangélico así expuesta.
- La actualización celebrativa por parte de la iglesia local de su dimensión pecadora, confesándose así ella misma como tal y en sus miembros personales, puede y debe considerarse como en alguna manera “necesaria” para no caer en el conformismo, la rutina, el pelagianismo o la banalización de la propia fe cristiana, recayendo en actitudes religiosas extrañas al evangelio y desautorizadas por Jesús. Tal celebración penitencial podemos considerarla siempre como sacramental, independientemente del modo concreto de expresar esa actitud penitencial como kairós en el que Dios hace presente eficazmente su perdón, nunca reducible a una “tranquilidad de conciencia” del individuo que se confiesa pecador, es decir necesitado de la gracia divina para ser fiel a su compromiso evangélico. Porque cualquier modo de celebración penitencial, legitimado por la comunidad local que lo protagoniza y celebra de un modo ritual u otro, lo único que hace es “visibilizar y materializar”, manifestar y ser expresión sensible del perdón ya otorgado, y que es ajeno e independiente (previo) del ritual sacramental, es decir: ni lo requiere o lo condiciona ni es quien lo causa. Simplemente “lo hace patente”, y declara públicamente, por voluntad de la persona, su consciencia de indignidad y de fragilidad y falibilidad en el seguimiento, así como el continuo agradecimiento a Dios por la salvación que le ha sido regalada a través de su misericordia y su bondad.
Todo lo dicho puede reputarse de evidente y ya sabido, repetitivo y pesado; o, por el contrario, de muy discutible, de erróneo, o escandaloso y provocador. También puede parecer demasiado rebuscado o muy mal expresado; en todo caso, no pretendo nada al decirlo. Al respecto, publiqué un artículo en este blog hace algún tiempo, titulado “Sobre el perdón y la confesión”, en el que expuse parte importante de lo dicho, y que, evidentemente, sigo suscribiendo; con la única salvedad de que, simplemente por mayor claridad, ya que la pregunta final venía formulada con un interrogante negativo para, expresamente, hacer un juego de palabras algo complicado (ya se sabe que afirmar la negación es negar y negarla es afirmar…), la pongo “en afirmativo”:
Y, finalmente: (3)la propia comunidad fraterna (y no exclusivamente su cabeza), reunida en comunidad viva y vinculante como presencia y mediadora de Cristo, ¿ejerce de administradora sacramental de la misericordia y el perdón, y de lugar de reconciliación para sus propios miembros reunidos y que se confiesen necesitados de perdón?…
Aunque supongo que habrá un gran acuerdo y casi unanimidad, o al menos mayoría oficial aplastante, en contra del “SÍ” como respuesta, yo no me atrevería a decir que “NO”…
Después de todo, sólo quería expresar lo que da de sí una charla-coloquio y una reunión fraterna que busca luz, profundidad y exigencias al compromiso de seguimiento enriqueciéndose desde los interrogantes e inquietudes, desde el perenne cuestionamiento del misterio compartido…
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