NADA DE EXTRAORDINARIO (Lc 3, 10-18)

NADA DE EXTRAORDINARIO (Lc 3, 10-18)

Nada de extraordinario” viene a ser la respuesta de Juan Bautista a quienes se dirigen a él para, sensibles a su llamada a la conversión y a “preparar el camino”, y expectantes y esperanzados ante la “inminente” llegada del Mesías según su anuncio provocador, preguntarle sincera, y probablemente de modo ansioso: “¿Qué hemos de hacer?”.

Es de suponer que los entusiastas del Bautista, que creían vislumbrar con él el advenimiento definitivo del poder de Dios (¡Por fin el pueblo encabezado por su Mesías se va a imponer sobre todos los habitantes de la tierra!) estaban dispuestos a cualquier esfuerzo que el profeta les pidiera para convertirse en protagonistas e impulsores de tal triunfo. Por eso le preguntan inquietos por los “preparativos”, porque no iban a eludir ningún trabajo o dificultad con tal de formar parte de sus seguidores, de sus incondicionales, del ejército de los futuros vencedores encabezado por “Aquél que va a venir…” Hay una disponibilidad y una entrega por parte de ellos aparentemente incondicional: “¡Estamos dispuestos!. ¿Qué es preciso preparar? Por difícil que sea, ¡dinos simplemente lo que hay que hacer, y sin falta  lo haremos!”.

Y la respuesta de Juan les indica que, en contra de lo que ellos creían, no es preciso organizar nada, hacer nada especial: ni disponer clandestinamente un arsenal previo para la lucha, ni urdir una arriesgada trama de espías e información privilegiada, ni organizar desde o en el exilio un ejército secreto y aguerrido bien pertrechado, presto a invadir y sorprender al Imperio, ni conseguir un círculo de conspiradores conjurados para dar el golpe de estado,… nada de extraordinario, novelesco, o simplemente preventivo, precavido y prudente, dado el futuro que imaginan…

Y es así precisamente porque ese “futuro mesiánico” imaginado y deseado no es el que sospechan y prevén, sino algo muy distinto, y sorprendente por su insignificancia y no por la magnitud de su tamaño…  No hay que prepara nada especial ni extraordinario, algo que requiera esfuerzos desmedidos o heroicos, y que exija la colaboración y complicidad de los mejores y mejor dispuestos; sino, simplemente,  “…No exigir más de lo establecido…”  “…compartir lo que se posee…”, “…No hacer extorsión ni aprovecharse de nadie, sino contentarse con la paga…”  Dicho en unas simples palabras: “Vivir con honradez”.

El único requisito para que el Cristo que viene nos integre en su Reino, en el “Reino de Dios” que anuncia y establece, es el de enraizar nuestra vida en la sinceridad, en la verdad y en el amor, en la entrega humilde y modesta y en el servicio; en vivirla como ocasión de convivencia sincera, de disponibilidad a compartirla colaborando así a construir una sociedad y un mundo más humano, más “como Dios quiere”.

Porque la salvación, la plenitud y el sentido de nuestra impotente y limitada vida terrena, cuya consecución es obra de Dios y va a manifestarse plenamente en ese Jesús que viene, que ya llega, no es un añadido “extra”, una “supernaturaleza” encajada caprichosa y suplementariamente a la nuestra conocida, como quien amplía con un segundo piso una casa ya consolidada; sino que la “salvación” implica el rescate de nuestra verdadera identidad, siempre perdida y enajenada entre tantas luces engañosas de colores seductores, que nos alejan de nosotros mismos tentándonos con falsas promesas, con espejismos de presente o con tergiversaciones y equivocadas interpretaciones de la propia Promesa divina.

Jesús, el Cristo de Dios, no “añade algo” en principio ajeno a nuestra persona tal como la percibimos en nuestra más genuina identidad; no nos cambia, nos hace otros, o nos convierte en más poderosos. Sino que lleva a plenitud y hace posible lo que ya somos, lo que ha inscrito en nosotros, pero que no podemos conseguir con nuestras solas fuerzas a causa de esa “debilidad congénita” para el bien, que nos caracteriza y que nos hace incapaces de vivir y construir un mundo de verdadera personas unidas por los lazos de la verdad, el amor y la esperanza. Jesús y su evangelio, el derramamiento de su gracia a la comunidad de sus discípulos, su convocatoria a la que apunta el Bautista, implica capacitarnos para que lleguemos a ser quienes realmente somos, siempre en devenir, sin miedo ni complejos, sin desorientarnos con nuestros estúpidos proyectos de grandeza y de dominio; sin extraviarnos entre tanta superficialidad, mediocridad y pereza como descubrimos en nuestra propia vida y alrededor nuestro; sin desanimarnos por nuestra debilidad o lamentarnos porque no triunfamos…

Alcanzar nuestra verdadera y profunda identidad, convertir nuestra vida terrena en expresión real y cabal de quienes somos, sabernos y sentirnos miembros felices y gozosos de una comunión fraterna… a esa propuesta de Jesús sólo puede accederse como nos señala Juan el Bautista, “sin hacer nada extraordinario”… sino ¡nada menos! que reconociendo lúcida y honradamente nuestras carencias y, con ello, rechazando pretensiones siempre interesadas, “no exigir… no aprovecharse de nadie… compartir lo propio…” El acceso a Jesús no lo proporciona el voluntarismo de los héroes, sino la sencillez de los humildes, la honradez de quienes se saben dichosos

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