EL ÚNICO DISCÍPULO  (Mc 10, 46-52)

EL ÚNICO DISCÍPULO  (Mc 10, 46-52)

Tal como nos lo presenta el evangelio de Marcos, la experiencia de inevitable fracaso con la que culmina la vida de Jesús no se circunscribe sólo a su muerte, más o menos prevista o al menos sospechada, y al completo abandono por parte de todos, sino también y principalmente a la absoluta incomprensión de sus propios discípulos, incapaces de entender y reacios a asumir sus claras palabras al respecto. Como afirma Marcos sin concesiones, ni quieren entender, ni se atreven a preguntar; es decir, renuncian al seguimiento y al discipulado aunque ni lo manifiesten ni tengan la honradez de reconocerlo. Los tres anuncios que ha ido haciendo Jesús en su camino hacia Jerusalén, alertando de cuál es el verdadero mesianismo que él personifica y dónde y cómo  se establece ese Reinado al que nos convoca; y las consecuencias que él mismo indica claramente como únicas perspectivas de vida para sus seguidores, no son escuchadas sino ignoradas y podríamos decir que desautorizadas de hecho precisamente por quienes se pretenden sus incondicionales. Tal como lo relata el evangelio de Marcos, Jesús al entrar en Jerusalén debe tener la impresión de que camina entre falsos amigos y abandonado por todos; no tendría desconfianza y miedo sólo de Judas… cualquiera podía ser tan mezquino e interesado como él…  El último desengaño, ya en vísperas de llegar, lo han protagonizado dos de sus “elegidos”, Santiago y Juan, reclamando a espaldas del resto los puestos de privilegio  y provocando un altercado con el resto… el evangelio ha caído en saco roto…

Así, la conclusión es que Jesús, tras tanto anuncio, convocatoria y predicación del evangelio, tras enseñar con una paciencia infinita y hacer signos con una autoridad indiscutible, volcado en instruir íntimamente y compartir la vida con los por él llamados y que han querido seguirle; sin embargo, rodeado de ellos, entra en Jerusalén sin tener ni un solo discípulo auténtico…

Y entonces, súbitamente, nos presenta el evangelista el único auténtico discípulo: el ciego Bartimeo… Porque él sí que busca a Jesús; reconoce y confiesa su ceguera; se pone en sus manos con total confianza, humilde y sumisamente; no reclama nada; se despoja de todo para acudir, aunque sea a trompicones, hacia él (“dejó su manto”); y, sobre todo, agradeciendo y asumiendo su favor y su propuesta, le sigue luego incondicionalmente sin pedir explicaciones ni pretender privilegios… Marcos ha situado a este personaje en contraste con esos discípulos que, de hecho, reniegan de Jesús por no concederles ventajas.

Ante este panorama se nos impone una sola cosa: optar. O seguir el anuncio-convocatoria del evangelio de Jesús dejando definitivamente el manto protector de nuestra vida acomodada y nuestra rutina aceptada con mayor o menor resignación, nuestra existencia instalada en el ritmo de nuestra sociedad y nuestro mundo, como el ciego Bartimeo convertido en anónimo discípulo; o bien acompañarlo, como los discípulos oficiales, sin querer escuchar sus palabras, porque comprometen demasiado, y animando todavía secretamente en nuestro interior la voluntad de salir beneficiados en un futuro y deseado reparto, vana ilusión y germen de abandono y de traición.

Todo puede parecer muy novelesco, pero la propuesta es bien clara… Solamente hay una forma de ser discípulo de Jesús, y tal vez no es la que practicamos sus acompañantes oficiales

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