EL HORROR DEL EXCLUSIVISMO Y EL MONOPOLIO (Mc 9, 38-48)

EL HORROR DEL EXCLUSIVISMO Y EL MONOPOLIO (Mc 9, 38-48)

Apropiarse del evangelio de Jesús. Erigirse en sus únicos depositarios y heraldos. Exigir un carné de pertenencia, y constituirse no en iglesia sino en institución. Decidir y pronunciar sentencias condenatorias. Imponer criterios de identidad al arbitrio nuestro y ser inflexibles. Pretender defender una confesionalidad cerrada, exclusivista y monopolizadora de Jesús (es decir, sectaria…). Prohibir hablar y obrar en nombre de él sin nuestro permiso, porque nos lo hemos apropiado. Creernos selectos, privilegiados, únicos, “abogados” del Cristo. Controlar lo que consideramos erróneamente herencia sólo nuestra, sin más motivo que nuestro recelo de los demás. Actuar con la lógica del éxito y de la administración del “triunfo” del resucitado como si se tratara de la supuesta legitimidad de quien ha inscrito una patente y solamente él tiene derecho a explotarla…

La Iglesia dirige, anima, expande el camino mesiánico de Jesús, pero no lo encierra ni domina; no utiliza su poder en nombre propio, ni quiere controlarlo para bien del grupo, por encima de los otros” (Xabier Pikaza)

El poder de Dios y el mesianismo de Jesús no se circunscribe y permanece dentro de los límites de la institución eclesiástica, sino que trasciende sus fronteras de modo incontrolado e incontrolable por las pretendidas autoridades y por las jerarquías del sistema. Jamás se puede apelar a una actitud de imposición, de dogmatismo inquisitorial, de desautorización de “los de fuera”, porque la misión de la comunión eclesial no es de control… ella no es (o no debe ser) propietaria de nada…

La Iglesia no es institución de control, sino germen expansivo de liberación, testimonio de servicio y fuente de verdad y de vida, exportadora de evangelio, no corriente absorbente… no es la déspota institución que exige entrar en sus recintos y suscribir unos estatutos fundacionales (ni siquiera un Credo confesional explicado con los criterios teológicos “oficiales” y tenidos falsamente como irreformables, porque los términos y las cosmovisiones humanas cambian al ritmo de las civilizaciones, de la ciencia y de la historia, y exigen una actitud continua de actualización, reinterpretación y “recuperación de sentido”, para que sigan teniendo vigencia y no se conviertan en “tradiciones traidoras”…); sino que la Iglesia es la comunión fraterna de quienes se sienten meros depositarios y testigos de la herencia plasmada en un evangelio que leen en voz alta a todos, y en una vida compartida, afianzada en ese Jesús, y con el horizonte de su resurrección y su divinidad, que ofrecen servicialmente y hacen accesible a todos en nombre de ese mismo Mesías que anima sus propias vidas.

La entrada en el discipulado no es ser investido de autoridad y medios para el control del evangelio y el gobierno de su grupo; sino el paso (la conversión) de ese querer imponerse y estar poseído  del “celo de la exclusividad”, a la indigencia y necesidad de esperar que los demás te den un vaso de agua para poder calmar tu sed, porque tú no posees nada y estás seco de hablar en nombre de Dios y con su lenguaje; es decir, de estar siempre disponible y sirviendo a todos indiscriminadamente…

Jesús está en la Iglesia, pero no se encierra en ella en línea de poder. Por eso, los que son ‘del Cristo’, cristianos, han de ofrecer ayuda a todos, esperando que otros les ayuden, pero sin imponerse sobre ellos” (Xabier Pikaza)

El evangelio revolucionario de Jesús, y que revoluciona todavía hoy el mundo, no es “una nueva religión”, sino un modo distinto de incorporarse a una, identificada con el seguimiento y unión al discipulado del Mesías (llamémoslo religión si queremos, de acuerdo; pero sabiendo que se trata de la propuesta de fe en Dios y del horizonte de vida a los que convoca Jesús); es decir, no definiendo límites y fronteras, imponiendo “disciplina de partido”, desautorizando o distanciándose herméticamente de visiones ajenas (no “sectariamente”), sino en línea opuesta a todo ello: apertura, transparencia, servicio, menesterosidad y dependencia,…

La vida de Jesús; y, en consecuencia, su llamada y propuesta de seguimiento, es lo opuesto a la endogamia. “Ir en misión” es “vivir en misión”… no es hacer proselitismo, convencer a nadie, aumentar el número de socios, o buscar un hueco en el espacio público y constituirse en lobby influyente…; sino, llanamente, vivir para los demás sin otra pretensión que la del servicio y el gozo de la entrega y el compartir fraterno, indiscriminadamente, sin favoritismos ni exclusivismos, sin monopolio ni sectarismo.

Pretender hablar del Mesías Jesús, de su Reino o de su Iglesia como exclusivismo o monopolio, con carácter sectario e impositivo es, como dice Jesús, “escandalizar a los pequeños”; es decir, a los humildes, sencillos y bien dispuestos, a “los preferidos de Dios” cuyo servicio, acogida incondicional y absoluta disponibilidad nos ha sido encargada; y no el aleccionamiento autoritario y dirigista ni la disciplina militar… ¡Escandalizamos con tales pretensiones anti-evangélicas!…

Caemos con ello en la cuenta de otra de nuestras reales urgentes tareas personales y “pastorales”: extirpar de nuestra vida y nuestros comportamientos, individuales y “fraternos”, todo aquello que conduzca a confundir a Jesús con el “fundador” de una institución de control y propiedad, que se mueva en la dinámica de quien se considera dueño y señor, y pretende que todo permanezca eternamente “atado y bien atado”…

Interpretar y vivir el evangelio y la Iglesia desde el exclusivismo y el monopolio causa horror y nos condena…

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