¿TRADICIÓN? ¿O TRAICIÓN? (Mc 7, 1-12)
Es evidente que en muchas ocasiones eso que llamamos “mantener la tradición” tiene poco que ver con su sentido originario y con el motivo por el que surgieron, y es más bien un anacronismo estético, completamente ajeno a nuestro actual pensar sobre la realidad y el mundo, y a la configuración actual de la sociedad y de las relaciones humanas. Tienen poco que ver con nuestro “aquí y ahora”. ¿Acaso no ha sido “una tradición” el machismo, el colonialismo, la intolerancia religiosa, la destrucción del enemigo, el maltrato animal, la tortura como instrumento de “justicia”, la eliminación del criminal, el racismo y la xenofobia, incluso el genocidio…? De todo eso, y de mucho de lo que afortunadamente somos hoy conscientes de que constituye una lacra indigna, y de la que abominamos con vergüenza histórica, podría decirse eso de que “siempre ha sido así”…
Querer justificar algo, sea un ritual, una costumbre, una perspectiva u horizonte mental, una corriente de pensamiento o unas ideas, etc., con el simple argumento de que constituye “una tradición” o de que “es algo tradicional” es completamente equívoco y no conduce a nada; porque necesita el acompañamiento de un argumento histórico y razonable que permita evidenciar y hacer comprensible y asimilable el por qué surgió, su origen y desarrollo, su pervivencia; y plantear así su discutible conveniencia actual y la valoración desde la altura de nuestros tiempos.
No voy ahora a referirme a las consecuencias que de ello habríamos de sacar para todo lo referente a eso que llamamos “defensa de las tradiciones populares” y obsesión por erigirlas en “patrimonio de la humanidad”, y que se ha convertido más que en una seria y sensata inquietud antropológica, en una moda populista, en reclamo turístico y en carrusel de feria…
La pátina de la antigüedad y de siglos de pervivencia no es garantía de nada, sino sólo testimonio y testigo autorizado de otras cosmovisiones y otros modos y mecanismos de acceso a la realidad y de construcción de la sociedad y las relaciones humanas en etapas menos desarrolladas y más heterónomas de nuestra historia. Y cuando tienen que ver con “el factor religioso”, con el misterio de Dios y nuestro referirnos a él e intentar que sea coherente en sí mismo y proporcione coherencia a nuestra vida personal y a la realidad que nos es accesible, y a la que vamos sometiendo y transformando en “más humana”, las tradiciones heredadas a las que hemos dado el matiz de “lo sagrado”, también se anclan en y permanecen presas de la provisionalidad inevitable y la caducidad de nuestras ideas, normas, costumbres y protocolos, cosmovisiones y proyectos.
Pero precisamente porque las tradiciones religiosas surgen del ámbito más íntimo y profundo de la persona, el dador de sentido propio y de horizonte a nuestra vida en su estrato más estrictamente personal y humano, tendemos a erigirlas en eternas e inamovibles, y a pretender dotarlas de una definitividad y fijeza inexpugnable, pero falsa. Viene a ser un fenómeno de autodefensa. Ello es así justamente por el carácter de fundamento de la realidad y de nuestra existencia personal y vital que concedemos a la experiencia y a la opción de fe, y la subsiguiente necesidad de su asentamiento en el núcleo más profundo e inconmovible de nuestra conciencia.
Sin embargo, es un dato incontrovertible que nuestra única posibilidad de conocimiento a todos los niveles, no sólo en lo referente a lo material y “externo” dependiente de la ciencia y de la técnica; sino también en lo que concierne al terreno de la introspección, de la reflexión filosófico-metafísica, del dominio y coherencia de nuestra persona como unidad e identidad, y ¿cómo no?, también en lo que afecta a nuestra “imagen de Dios” y a las consecuencias de esa fe en Él definida en términos de “revelación”; digo, que todo ello necesitamos referirlo “al todo” de nuestra existencia y del mundo tal como lo podemos asumir en nuestro momento histórico y en el contexto local en el que desarrollamos nuestra vida, intentando encontrar en ella y en su articulación teológica, cúltica o litúrgica, y ética o estimuladora de nuestra conducta, la coherencia y sentido que nos urge y del que nos sentimos dotados en un horizonte de futuro y de plenitud que nos embarga y sobrepasa.
El resumen de todo este discurso, que puede parecer muy abstracto y tedioso, a la par que evidente e innecesario, es que las tradiciones religiosas establecidas en un momento dado, por originales y originarias que sean, y por imperativas, sagradas (o sacrales) y perennes que se pretendan, son fruto de un momento y de un mundo concretos, de unas circunstancias coyunturales, las cuales pueden otorgar larga vida y legitimar una validez prolongada (mientras persista ese mundo que reflejan); pero tienen, como todo lo humano (porque nada divino es “directo” salvo concretos milagros, supuestas visiones, e histerias colectivas) el sello de la provisionalidad, la caducidad y lo efímero, ya que surgen en un aquí y un ahora irrepetible e irrecuperable.
No hay nada, absolutamente nada, irreformable, o que no deba “repensarse” y reformularse. Y tampoco existe ninguna “tradición”, por santa e identificativa de lo cristiano o lo creyente que sea, ni por la longevidad de que haya hecho gala al hacerse forma válida de expresión creyente durante siglos, que no pueda ¡Y DEBA! “recrearse” y expresarse de otra manera cuando queda obsoleto el contexto en que surgió y los presupuestos que la hacían coherente y expresiva y le dotaban de sentido.
San Marcos nos lo ilustra ejemplarmente: Más que el “desconocimiento” (dada su evidencia), es el “no reconocimiento” pertinaz y obcecado de esa parcialidad forzosa y de esa provisionalidad inevitable, el que lleva al dogmatismo y a la intolerancia, a la imposición, y a la condena y demonización del mismo Cristo por la obstinación de fundamentalistas, inquisidores y dogmáticos; que se convierten así en suplantadores de ese Dios a quien dicen y pretenden interpretar a su antojo porque nunca lo han escuchado realmente en su delicadeza y acomodación a nuestras limitaciones cambiantes, y sólo pretenden absolutizarlo aplicándole sus criterios y rigideces mentales y manipulando ostentosamente tradiciones y leyes… Su “sagrada Tradición”, así entendida, no es sino una auténtica traición a la razón y el sentido verdadero y profundo que la motivó y plasmó en unos actos, normas o “formulaciones” concretas. Esas formas surgieron como actualización del misterio profundo que percibimos en la realidad y en la vida personal, para que en aquellas condiciones de origen fueran referente imprescindible de la vida y fueran articuladoras de sentido, haciendo coherente la fe y el mundo en las condiciones y límites del momento; pero más allá resultan anacrónicas y equívocas, y puede que engañosas y falsas, traicionando su propia verdad de origen.
En pocas palabras: hay un sinfín de gestos, señales, signos, expresiones, actitudes, protocolos y comportamientos, cargados de sentido porque condensan en su origen experiencias y sentimientos plasmados en los usos y costumbres de la colectividad donde se originaron, y que luego con el paso del tiempo, la evolución de las ideas y costumbres, y el desarrollo de la sociedad humana, se han vuelto completamente inexpresivos. Su mantenimiento por “seguir la tradición” no es que sea malo, pero hay que ser consciente de que ya no es significativo de aquello que expresaba; por lo cual, mantenerlo es simple cuestión estética, sentimental o de “sensibilidad histórica”. Pero presentar esas “tradiciones” como vinculantes, significativas, identificativas y determinantes del comportamiento así como de la seriedad, sentido y fidelidad a la fe originaria en Jesús, se convierte en una verdadera traición al evangelio…
Y eso vale para la teología y el catecismo, la liturgia y el derecho canónico, los “mandamientos de la iglesia”, las devociones y ejercicios piadosos, los clericalismos y reverencias, los años santos y las indulgencias, los ornamentos sagrados y los palios… habría un inacabable etcétera… porque como dice Jesús en Marcos: “como ésa, hacéis muchas…”
Deja tu comentario