DORMIR EN LA TEMPESTAD (Mc 4, 35-41)

DORMIR EN LA TEMPESTAD (Mc 4, 35-41)

Jonás dormía en medio de la tempestad provocada por su desobediencia y su rechazo a la misión que Dios le había encomendado, porque era consciente de que no tenía remedio, porque se sabía culpable y, por tanto, concluía que Dios, a quien había intentado burlar, ya había dictado sentencia condenatoria contra él, cuyas consecuencias le llevarían a ser castigado con la muerte, arrastrando en ella a sus inocentes compañeros de travesía, ignorantes de que la podredumbre de una sola manzana contamina a todas sus hermanas… Se reconocía responsable de su desgracia irremediable por su contumacia rebelde, y también de la de todas aquellas otras personas por haberlas ”incorporado”, involuntaria e ignorantemente para ellas, a su oposición a la voluntad divina. Acogerlo en su nave sin saber quién era los hacía solidarios en su destino… ¿No somos todos cómplices a la vez que víctimas del mal, aunque a cada uno lo corrompa de una manera distinta?…

Jesús duerme cuando se desata una tempestad, (provocada por las fuerzas diabólicas del mar y de la noche probablemente como amenaza al  Hijo de Dios que las somete), consciente de la inocencia absoluta de su persona y de su total fidelidad a esa misión de anuncio del Reino de Dios, siendo acompañado en su travesía por quienes son todavía incrédulos discípulos, insensibles a esa misteriosa transparencia divina (y, por tanto, realmente “culpables” por no reconocerle aún como Mesías, como Salvador, como “divino”). Y duerme porque no tiene ningún temor ante Dios ni ante la muerte, sino sólo seguridad absoluta del amor y la bondad del Padre y de su intachable e inquebrantable voluntad de salvar a toda la humanidad por medio del perdón y la bondad, del amor y la misericordia. Podríamos decir, para entendernos, que el cumplimiento de su misión, y su entrega y disponibilidad son tan total y completamente íntegras en cualquier momento de su vida, que le daría igual morir ahora ahogándose en el lago… se sabe siempre con Dios a su lado… él no arrastra a nadie, como Jonás, a la perdición; sino, en el polo opuesto, su presencia y compañía es salvadora para todos, incluso y sobre todo, precisamente porque todos, excepto él, también a la inversa que en el caso de Jonás, son culpables

El contraste es, pues, total; y tan gráfico y pedagógico como el que idea san Pablo entre Adán y Cristo. Y mucho más expresivo que el paulino para plantear el misterio del pecado y del mal; ya que en lugar de recurrir al invento teológico que culminará en la teología agustiniana del pecado original  “transmitido” en el genoma humano (un absurdo teológico insostenible en pleno siglo XXI), se conforma con exponer la imposibilidad de una persona totalmente aislada sin algún grado de co-responsabilidad con sus congéneres no ya en el terreno de la antropología y del carácter “deficitario” del individuo biológico, sino en el propio misterio de la profundidad de la persona y del dilema enriquecimiento-empobrecimiento personal que supone la convivencia y la comunidad humana histórica…  Ser persona es “necesidad del otro”; no poseer exclusivamente en sí mismo la fuente de la propia identidad, la razón de la existencia, el horizonte de plenitud y de futuro, ni la santidad o la “maldición”…

El prototipo esquemático paulino Adán-Cristo me resulta mucho menos sugerente que el Jonás-Jesús, como expresión del carácter salvador (mucho mejor en genuina y pura teología cristiana que “redentor”), de su presencia y de su vida humana.

Desde nuestra indigencia, y de la innegable necesidad de las otras personas para llegar a la plenitud de nosotros mismos y a la culminación de nuestro horizonte de sujetos con identidad propia, ha habido en la historia humana un “Otro” que ha inyectado en la humanidad con su presencia, cercanía, y vida divina propia encarnada, sólo y exclusivamente enriquecimiento supremo excepcional, en lugar de empobrecimiento, de desgracia irremediable y de ese “contagio de maldad” a causa de la infidelidad y cobardía ante el peligro de perecer naufragando en las turbulencias de esta realidad material (es el caso de Jonás como ejemplo de aquello a lo que “condenamos” a los demás debido a nuestra torpeza y a nuestra pretensión de autonomía completa e independencia absoluta y total, renegando así de nuestra inserción en una colectividad o familia humana, cuyos lazos de mutua dependencia radical nos hacen cómplices y responsables de la desgracia ajena… es el misterio del mal y sus nefastas consecuencias, que se nos antojan siempre “involuntarias”…).

La identificación personal de Dios con la humanidad hace a ésta, a todas las personas humanas, solidaria en su misterio, es decir, en su bondad, en su amor, en su enriquecimiento salvador; y eso es lo que los discípulos (¡nosotros!) debemos percibir como acontecimiento decisivo que exorciza todos nuestros temores y recelos, nuestros miedos y temores, y esa desconfianza que nos tenemos porque nos tomamos unos a otros como amenaza a nuestro yo, como competidores y rivales, por agentes de maldad, de empobrecimiento y de perdición…

Con él, con Jesús, con Dios ya humano, compañero en comunión con nosotros, llamados por nuestro nombre a su entorno de intimidad y cercanía, ya no podemos temer nada; ni la misma muerte nos debería importar porque él está con nosotros en la barca: moriríamos con Él, es decir, salvados

Por eso Jesús duerme tranquilo, aparentemente como dormía Jonás, aunque por motivos distintos y con conciencia distinta… nos pone a prueba… y ante nuestra estúpida pregunta incriminatoria: “¿No te importa que nos hundamos?…” nos recrimina nuestra falta de fe, de confianza, de cariño y mansedumbre… (¡vaya descaro!: ¿acaso no ha sido Él quien nos ha llamado y elegido para salvarnos…?, ¿cómo no le vamos a importar…?).

Aceptar su llamada, acoger con alegría su comunión con nosotros, entrar a formar parte de su círculo íntimo, debe conducirnos a la despreocupación por nosotros mismos, a la serenidad y el entusiasmo simplemente porque está a nuestro lado, porque nos acompaña…

Si en medio de la tempestad Jesús duerme tranquilo no es preciso despertarlo como a Jonás para que “rece a su dios y no perezcamos”; porque las fuerzas del mal en este caso las desatamos nosotros y no es a él a quien habría que echar por la borda para que llegue la calma y la bonanza… Muy al contrario, si él duerme tranquilo, ¿por qué inquietarse, si vamos en la misma barca?… ¡pero si es él quien nos ha embarcado!…

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