OCULTO E INCONTENIBLE (Mc 4, 26-34)

OCULTO E INCONTENIBLE (Mc 4, 26-34)

Las breves y expresivas parábolas de la semilla que crece y del grano de mostaza que pasa de lo ínfimo de su tamaño al esplendor de su cosecha  nos instruyen y a la vez nos alertan sobre dos rasgos fundamentales del mensaje evangélico del Reino: el de no juzgar por las apariencias, y el no dudar de la fuerza de su impulso y de la seguridad de su crecimiento.

La presencia y la acción de Dios en este mundo nuestro, material y finito, nunca va a demostrarse y ser efectiva a través de la espectacularidad o la desmesura. Más bien al contrario, la única forma de que podamos reconocer que Dios es Dios, más allá de lo finito y controlable, es haciéndose presente  y palpable en lo insignificante y lo pequeño; eso es, precisamente, “lo incomprensible, lo que nos supera, lo inimaginable, por encima de lo humano”… Dios es lo íntimo y lo profundo, lo insondable y el abismo; y su Reino crece de modo inexorable, incluso aunque nuestra manos permanezcan pasivas sin querer colaborar a su crecimiento… con total seguridad podemos afirmar que habrá rica cosecha…

Y apuntando a esa cosecha abundante y segura, en contraste y contraposición a la amenaza de un “Juicio final” y a ese temible “Dies irae”, pregonado por el profeta Joel como alerta para los instalados y ensoberbecidos, el final va madurando lenta y delicadamente hasta el día de la siega, siendo ésta el acontecimiento último del crecimiento y la fructificación incontenible, como el gozo del fruto recibido y no como el espanto de la destrucción inevitable.

Hay una llamada de alerta en Marcos frente a dos de los más importantes y peligrosos enemigos del evangelio: la ostentación, que conduce al espectáculo y con ello a convertir la fe en motivo de exhibición y de relevancia social para sus practicantes; y la impaciencia, el afán celoso y bienintencionado pero engañoso y falso de querer “ver los frutos”, ser testigos de un crecimiento visible y constatable, querer tener la satisfacción de los triunfadores.

Se nos pide expresamente lo contrario: ante todo saber, ¡y apreciarlo agradecidos!, el crecimiento oculto e imperceptible del Reino de Dios” que no altera en apariencia la realidad de nuestro mundo, porque no pretende cambiar los procesos físicos ni la materia y las leyes que lo componen y rigen, pero que asegura su constante presencia y su fuerza en nosotros mismos para “crecer” en fidelidad, en bondad, en santidad…

Y además, con ello se nos exige también alegría desbordante, ánimo, ilusión, sensatez y entusiasmo, para seguir viviendo desde la humildad y el silencio, sabiéndonos portadores como la semilla del fruto que se visibilizará con esplendor cuando llegue la siega feliz después de que haya desaparecido el grano sembrado…

La fuerza misteriosa de Dios y su Espíritu Santo en nosotros no falla nunca, aunque no podamos saber cómo es siempre eficaz y presente. Pero lo es siempre y continuamente, sin pausa ni interrupción. Que nadie se atreve a dudar del impulso divino en él… Somos todos semillas de eternidad, semillas sembradas por Él para crecer como ciudadanos de su Reino, es decir, para ser sujetos y objeto de desarrollo de su poder creador; y, por tanto, transmisores silenciosos y “anónimos”, tal vez desapercibidos, de su bondad, hasta que se hagan evidentes los frutos de nuestra pequeñez grávida del mismo Dios… Lo imperceptible de la semilla de bondad inscrita en nuestra propia persona y que ocultamente nos llena de vida y alegría, y nos capacita para crecer hacia Dios y hacia nuestros hermanos, puede sin duda no hacerse evidente, pero es irreprimible y nos ha de seducir e impregnar toda nuestra existencia.

Y al filo de esto surge una reflexión que me gustaría considerar. Hay una forma de plantear el sentimiento de agradecimiento profundo y la conciencia de regalo que es “la gracia de Dios”  (y que debe acompañar siempre a nuestra actitud creyente confesante con su ineludible reclamo de militancia), que es extraordinariamente simplista y desenfocada; y que a mí, personalmente, me desagrada profundamente, porque por desgracia en muchas ocasiones llegamos a plantearla de una manera completamente estúpida, convirtiéndola en un insensato “fideísmo” y conciencia falsa de (explícita o implícitamente) “privilegio” y exclusivismo, actitudes opuestas al reclamo de Jesús y su evangelio.

Esa forma irreflexiva y peligrosamente simplista es la de tantas personas que concluyen todo debate sincero, honrado, exigente y crítico respecto a los interrogantes sobre Dios y el reconocimiento o no de su existencia, con la fórmula (para ellos salomónica, aunque en lugar de sabiduría revele más bien incapacidad para el debate serio, testarudez inamovible y búsqueda de supuesta seguridad, al carecer de argumentos realmente dignos y valiosos) ya proverbial de: “…es que la fe es un don; y a mí me ha sido concedido… si a ti no se te ha dado, no lo puedes entender…” ; e incluso a veces añaden (y, si no, lo piensan): “como a ti no te lo han dado, no tienes culpa de nada, pero es una pena… me das lástima”…

Esa forma autosuficiente e injustificada de hablar confunde diversos planos y, entre el victimismo, el autoelogio, el sentimiento de “elección” y el riesgo de prepotencia, el desprecio o relegación de argumentos cabales, y la conmiseración por aquella persona “que no ha sido favorecida con ese don” desde una actitud de superioridad legitimada para él por esa conciencia de privilegio, pretende convertirse en firme baluarte inexpugnable, tranquilizador de conciencias y suficiente para zanjar toda polémica. Pero en realidad es ciego, cobarde y elude la verdad o la falsea.

Frente a este fácil e indigno recurso demagógico, lo que hemos de afirmar, en sintonía con el comportamiento de Jesús y con su evangelio que nos congrega, es únicamente “el carácter sacramental de la realidad”, en el sentido de que nuestra fe en el Dios de Jesús nos abre un horizonte de sentido más allá de lo visible y perceptible, que descubrimos en absoluta e insuperable coherencia con las ansias más genuinas y profundas de lo humano, abriéndonos al misterio profundo de la persona, que supera y sobrepasa la simple ley de la evolución de la materia y de la biología, con su inexorable principio de supervivencia del más fuerte y mejor dotado. Y que justamente ese carácter sacramental, el misterio profundo de la persona y su horizonte de futuro, es un dato antropológico, y en consecuencia universal, no un exclusivismo de privilegiados fruto de un azar que forzosamente habríamos de interpretar como caprichoso… Reconocerlo así o de otra manera, percibirlo o no, cerrarse a su reconocimiento o encontrarse con “datos” que parecen desmentirlo y hemos de elucidar, captar las contradicciones y aparentes absurdos en los que a veces parece resolverse, etc… todo eso es otro plano de la actitud creyente ineludible y apasionante, pero no puede despreciarse ni ignorarse o pretender desautorizarlo; por el contrario, es precisamente “dar razón de nuestra esperanza”

Y vuelvo al principio. Así es el impulso sobrenatural que Dios ha inscrito en su creación en forma de semilla: oculto e incontenible.

Así es la presencia y la eficacia del Espíritu Santo en la comunidad de discípulos de Jesús, conjurados para llevar a cabo el cumplimiento de su voluntad de un mundo nuevo y fraterno, de instaurar su Reino: oculta e incontenible.

Así ha de ser nuestro agradecimiento, alegría, fuerza y entusiasmo: oculto e incontenible. En otras palabras: anónimo (sin necesidad de exhibiciones, ni de grandes demostraciones), e inasequible al desaliento: sintiendo, notando esa fuerza interior irreprimible que nos hace crecer en capacidad de bondad y de dulzura. La semilla crece en nosotros y con nosotros…

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