CORPUS CHRISTI Y EUCARISTÍA: ¿PRESENCIA “REAL”?
No se trata de negar “verdades de fe” ni de provocar, pero es evidente que la realidad del cuerpo físico del hombre Jesús no está presente en la eucaristía. Esa persona material, dotada de un cuerpo humano que, como dice san Juan, pudieron ver y tocar sus contemporáneos, cuya voz convocando al Reino de Dios escucharon, y cuyas obras y palabras supusieron un punto de inflexión en la vida de quienes lo siguieron, y por extensión e influencia incomparable y universal en la totalidad de la historia humana, no puede reconocerse como metamorfoseada y hecha materialmente inerte en el pan y el vino consagrados, de modo que tal y como hablamos de encarnación de Dios pudiéramos hablar ahora de algo así como materialización o cosificación del Hijo, del propio Jesús de Nazaret.
La presencia real de Jesús en la Eucaristía, su “identificación” con el pan y el vino consagrados (¿por qué siempre lo reservamos al pan, cargando ahí la presencia y la difuminamos en el vino, casi sin mencionarlo?… curiosamente parece que el propio Jesús carga más el acento y dota de mayor densidad a sus palabras sobre la sangre del cáliz, derramada como sello de la Nueva Alianza…), tras su Última Cena y su mandato de hacer esto en memoria suya, no consiste en esa presencia literal simplista y mágico-religiosa que permitía en los primeros siglos acusar a los cristianos de canibalismo, y que todavía en los años mil y en plena controversia llevaba a entusiasmados teólogos inconscientes a hablar de que “masticamos los mismos huesos de Cristo”…
Para colmo, las abstracciones de la teología escolástica y sus sutilezas desde la metafísica aristotélica mezclada con misticismos neoplatónicos, acuñó entre disquisiciones, debates enfrentados, descalificaciones y polémicas, el exitoso término de transubstanciación, el cual, convertido en eje dogmático de referencia, pareció zanjar la cuestión de la llamada “presencia real de Jesucristo en la Eucaristía”.
Pero si por real cuerpo de Jesús entendemos aquél que caminó por Palestina hace unos dos mil años, y murió en la cruz tras celebrar una memorable Cena de despedida, cuya perpetuación marca la identidad de sus seguidores, salta a la vista (y al sentido común, con el que Dios nos ha creado, y al que el propio Jesús apelaba como fundamento de lo humano), que no se hace milagrosamente presente, como una muestra de poder. El horizonte de su presencia real es otro.
Y, sin embargo, para los miembros de su comunidad de seguidores, de su iglesia, es ineludible hablar de la presencia real de Jesús en la eucaristía. Más aún: “sin Eucaristía no hay Iglesia, y sin Iglesia no hay Eucaristía”.
Forma parte de nuestra experiencia cristiana básica, originante y fundante, el reconocimiento dela persona de Jesús de Nazaret como encarnación y presencia de Dios en el mundo; es decir, la irrupción personal de la trascendencia divina en la inmanencia humana, así como también la constatación indudable y afirmada por el propio Jesús, de que no es una aparición puntual en la historia humana, sino la inauguración “solemne” y señera de una presencia ya permanente e irrevocable, porque busca dirigir el rumbo de esa historia nuestra y del universo desde la propia libertad y autonomía humana, en la que desde ese momento está personalmente insertada la misma realidad divina. Jesús pretende “contagiar divinidad al hombre”, convocarlo e infundirle su mismo Espíritu Santo, convertir su voluntad co-creadora en sintonía con el propio proyecto creador de Dios. Una vez Dios decide incorporarse a la historia humana “real y personalmente”, la decisión es irrevocable, y esa convocatoria suya que implica una vocación o llamada personal, una capacitación (infusión del Espíritu Santo) a la espera de la decisión libre de cada uno, implica un acompañamiento permanente, una presencia constante, ineludible por nosotros, aunque podamos evitarla; y reclama, como opción respetuosa que es a nuestra libertad, y como exigencia de compromiso confesante y de militancia cristiana, una actualización en los términos y dimensiones que el propio Jesús propone, dispone como memorial sacramental, y garantiza en su contexto vinculante por decisión propia. Y ése es su “estar con nosotros hasta el fin del mundo”.
Creo que es un completo error pretender materializar el misterio, concretándolo exageradamente en un elemento inerte, el pan (y, ¡no lo olvidemos!, también el vino…) consagrados. Para mí se trataría de reconocer, sin pretender explicarlo o comprenderlo absolutamente, que esa acción consecratoria sacramental, ese memorial de la “nueva alianza en su sangre”, tiene tal profundidad por voluntad suya, e implica a su propia libertad divina de forma tan manifiesta, que es presencia en la comunidad que bendice y comparte el pan, porque al comerlo (y al beber el vino bendecido), como en aquella memorable “Última Cena”, comparte al propio Cristo en su vida y en su “destino” y se incorpora a Él.
Tras la consagración, evidentemente, los cristianos hemos de mirar el pan y el vino consagrados de otra manera, porque ello son vínculo material con el misterio de la vida de Cristo: comemos con Él, a su mesa, y bebemos de Él, de su vida. Ese pan y vino nos incorporan a Él, porque Él lo bendice y se los incorpora previamente, ofreciéndonos así una comunión íntima e inexpresable.
¿Presencia real?: Sí, pero sin aspavientos de filosofías realistas, literalidad de cuerpos físicos ni extremismos exagerados que rozan la extravagancia por excesos, en realidad poco reverentes con la verdad del misterio; ni con extrapolación de discursos retóricos y del legítimo lenguaje homilético (estimulador de piedad sincera, devoción seria y coherente, y sobriedad profunda y reverente) al terreno de tortuosos esfuerzos conceptuales insustanciales e incoherentes oscurantismos “milagrosos”. Mucho menos convertirlo en exhibicionismo u ostentación, tan lejanos de la voluntad del Jesús real, cuyo memorial celebramos…
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