UNA FUERZA INCONTENIBLE: PENTECOSTÉS  

UNA FUERZA INCONTENIBLE: PENTECOSTÉS  

(Jn 20, 19-23)

Desde que “el espíritu de Dios flotaba sobre las aguas…” en la Génesis del universo, hasta el soplo de Jesús resucitado sobre sus discípulos y el huracán de Pentecostés, la fuerza de ese Espíritu Santo es imparable e incontenible. Podríamos decir que, inscrito en el proceso de evolución de la materia y de la vida, regido por la materialidad e irreversibilidad físico-biológica de la “ley del más fuerte” y la “supervivencia del mejor dotado”, se encuentra, irreprimible, otro “principio” complementario: el principio  ilógico, “antinatural”, “sin futuro” (porque parece abocar a un callejón sin salida, autodestructivo y “naturalmente” insostenible), de la “antievolución”: el de la protección al más débil, el de la defensa del peor dotado, de la preservación del frágil y la solidaridad con el desahuciado, de la tutela del indefenso y la atención “gratuita” al dependiente, del gozo y el privilegio de cuidar a quien aparece como “condenado” por la naturaleza y sus fuerzas selectivas, el “principio” de la bondad, la delicadeza y la ternura. Es, sin duda alguna, la huella del Espíritu Santo…

La resurrección y ascensión-glorificación de Jesús fue definitivamente el logro de la clarividencia y la lucidez para saber “qué Dios tenemos”, y comprender quién anidaba realmente en ese Jesús incomprensible. No más dudas ni temores ante la verdad de las raíces y el horizonte de nuestra persona, de nuestra vida en comunión, de la creación entera, del pasado, el presente y el futuro. La “salvación”, la glorificación de lo inmanente impulsada desde el mismo Dios humano hasta su propia trascendencia y que arrastra con él a toda la humanidad y el universo entero, ha comenzado a hacerse definitiva para nosotros mismos con ese incontrolable Jesús resucitado, ascendido e instalado ya “en el cielo”.

Pero nos faltaba aún algo, nos quedaba mucho camino por recorrer y necesitábamos mucho más que esa clarividencia ahora conquistada. Porque seguíamos presas de nuestra impotencia e incapaces de raíz… No bastaba una voluntad férrea, porque nuestras fuerzas limitadas hacían imposible el seguimiento, acompañar a nuestro Maestro, seguir a nuestro Pastor… Ahora ya no se trataba, es cierto, de la incomprensión o el desconocimiento, sino de los verdaderos límites físicos y personales, los impuestos por la propia naturaleza: la debilidad invencible de lo humano, la fragilidad de nuestro barro quebradizo. ¿Cómo volar sin tener alas para elevarnos sobre la superficialidad de lo terreno?, ¿cómo vivir más allá de nuestras capacidades y de nuestros medios?  Saber al fin dónde está y cómo se vive su Reino nos hace lúcidos, pero quizás también desgraciados al comprobar nuestras miserias y constatar nuestra incapacidad y deficiencia, lo imposible de ir contracorriente de esa ley inexorable de la naturaleza selectiva e implacable…

Y, ante el reconocimiento de esa evidencia, ahí está el vendaval y el vértigo del Espíritu planeando desde el origen sobre las aguas… para “en la plenitud de los tiempos” penetrar desde lo íntimo y profundo en nuestras vidas y así hacernos fuertes para la misión a la que nos sentimos llamados y convocados desde ese discipulado que ve en Jesús a Dios y quiere seguir visibilizando en este mundo su “principio misericordia”.

Porque ¿hay alguien que se atreva a decir que no ha tenido en toda su vida una sola experiencia de amor desinteresado, de cariño y delicadeza, de generosidad o de bondad?… Es la evidencia del Espíritu Santo, de su presencia en y con nosotros; y, con ello, de nuestra capacidad para lo humano, para la aventura del evangelio, para la misión de convocar al amor entusiasmados…

Si eres capaz de reconocer sin petulancia ni orgullo, sin falsas modestias ni autosuficiencia, que has sido sensible alguna vez a la debilidad de ser generoso e indulgente; o, simplemente, que ha vibrado tu fibra más íntima, y aparentemente siempre oculta o imperceptible, ante alguien y le has dedicado una sonrisa gratuita, una palabra de aliento, una mirada cómplice, una caricia o un mínimo servicio completamente desinteresado; eso mismo ha sido la luz y el fuego del Espíritu Santo, el huracán pentecostal que te ha invadido, que te manifiesta quién debes llegar a ser y te muestra que eres “capaz de bondad”, de gozar de Dios y los hermanos como el propio Jesús y con su misma fuerza… que a eso te convoca y con esas “armas”: las de la luz, la alegría, el fuego que ese Espíritu Santo enciende en tus entrañas…

Y no lo ignoremos ni olvidemos: hay realmente un nuevo Pentecostés cada vez que se reúnen en comunión y lo celebran ese grupo, por pequeño que sea, de hermanas y hermanos…

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