LA ÚNICA CUESTIÓN (Lc 24, 35-48)

LA ÚNICA CUESTIÓN (Lc 24, 35-48)

Tras la resurrección de Jesús, inesperada y recibida forzosamente con una mezcla de incredulidad y de júbilo por parte de sus discípulos, de temor y de inmensa alegría, de estupor y de conciencia de “victoria divina” y reivindicación de su persona y de su vida, la única cuestión decisiva es el interrogante de una gran tarea: “¿Qué hemos de hacer?”. Las demás preguntas son superfluas o ya intrascendentes. Esa curiosidad por cómo es el cuerpo resucitado, el poder imaginar una materialidad distinta a la caduca y efímera de la conocida en esta tierra, su difícil descripción entre lo fantasmal y lo sensible, todo lo referente al estatuto del “cuerpo resucitado”, por muy provocador de dudas, incredulidad, escepticismo, incomprensión… que sea, viene a resultar accesorio y banal en contraste con la auténtica cuestión: ¿cómo vivir desde ahora?… ¡ya nada es igual!…

La insistencia en los rasgos corporales identificativos de Jesús sólo quiere mostrar, en los relatos evangélicos de aparición, precisamente eso: que es la misma persona; es decir, que la identidad de cada uno de nosotros es única y eterna, y, como tal, siempre será reconocible. En la medida en que las “marcas físicas” de nuestro cuerpo finito nos identifican, serán transferidas a nuestra persona celeste… ¿cómo?: nos debe importar bien poco, porque es un interrogante por ahora irresoluble e irrelevante…

Pero lo decisivo se sitúa en otro horizonte: el de lo inconmensurable del futuro que ahora se abre a la esperanza, entendida como la tendencia y meta de la persona y de la vida. ¿Quién va a poder vivir como hasta ahora, desde que Jesús ha resucitado, desde que la evidencia de la meta ya es indiscutible, desde que no su doctrina sino su persona ha sido reivindicada definitivamente?

Ya no podemos situar el deseo y la inquietud por lo decisivo, y el cumplimiento de supuestas promesas de eternidad, en el terreno de las hipótesis o de los meros deseos. Ni tampoco en el de la incertidumbre ante la sentencia de un juez riguroso, o en el de los méritos de una vida irreprochable nunca del todo conseguida. Sino que hemos accedido al asombro de poder entrar en una óptica divina, trascendente.

La resurrección de Jesús nos descubre que vivimos realmente del futuro, y de un futuro que es regalo y sobrepasa previsiones y proyectos, superando fantasías, desautorizando nuestros sueños de grandeza, y convocando a una realidad cuyas auténticas dimensiones y coordenadas nunca habíamos sospechado, y por ello nos sumergen en el vértigo divino.

¿Cómo seguir viviendo ahora? ¡Porque hemos de redescubrir la vida, re-crear nuestra identidad y nuestra persona! ¡Él sigue viviendo entre nosotros, con nosotros, por nosotros! Evidentemente no es la misma, ¡pero es presencia real! Y lo que entrevemos a la luz nueva de esa resurrección y de su Gloria es de tal envergadura, que reconociendo a Jesús, vivo en medio de nosotros, con la alegría incontenible se nos mezcla también algo de miedo… su presencia resucitada es volver a repetirnos la pregunta decisiva con la que concluyó su entrega a nosotros, su legado, su vida: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?…”  Y solamente ahora alcanzamos a entenderlo plenamente gracias, una vez más, a su delicadeza y su cariño, a ese cuidado con que nos trata y acompaña, corrigiendo con una sonrisa nuestra sorpresa paralizante y nuestro mutismo, e infundiéndonos el soplo de su espíritu, del Espíritu Santo, para que nos reconozcamos a nosotros mismos, lo reconozcamos a Él, y nos sepamos convocados directamente a la comunión con Dios y con todos nuestros hermanos, y fortalecidos y capaces para decirle por fin: Sí, Maestro, ¡gracias!, ¡al fin lo hemos comprendido!

Y entonces, aceptamos gozosos y felices, fortalecidos y jubilosos el encargo: también nosotros nos vamos a lavar los pies unos a otros… también nosotros vamos a aceptar el reto de amar como Tú nos has amado… de que al vernos reconozcan en nosotros discípulos y testigos tuyos, transmisores del perdón y la bondad…

Todo lo demás, los interrogantes: el ¿cómo? y los pretenciosos “¿porqués?” son absolutamente secundarios… Es Él mismo quien nos sigue reuniendo y acompañando, el que sigue presente, el que sigue invitando sin descanso… y ahora ya no desde lo provisional cuyo final estaba previsto y anunciado, sino desde lo ya logrado para siempre, desde ese Reino suyo inaugurado…

¿Por qué, pues, seguimos enredados en torpes dudas y en preguntas sin respuesta; y, sin embargo, descuidamos la única auténtica tarea, la de “vivir resucitados”, tejiendo en comunión con Cristo ese mundo de discípulos agradecidos y entusiasmados?…

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