CREER PARA VER… (Jn 20, 19-31)
Quien no cree en Él no puede “ver” a Jesús resucitado. Es preciso haberlo conocido y haber confiado incondicionalmente en Él. Como también es preciso haber presenciado con estupor y desánimo la decepción de haberlo visto morir crucificado y, a pesar de ello, seguir manteniendo la esperanza de que “no puede haberse equivocado”… «el final de su vida no puede haber sido una condena inapelable a la bondad, un fracaso completo…» ¿Cómo una entrega total, una “pasión desmedida por el prójimo”, una conciencia divina, una libertad y autoridad señeras e indiscutibles, unas palabras de una coherencia total e impecable con la transparencia de su vida, una fidelidad y una lucidez que no teme ni las amenazas ni el sufrimiento… cómo una muerte convocando hasta el último momento al perdón y la misericordia, incluso de sus torturadores y verdugos, y a la delicadeza de encomendar a sus discípulos y a su madre el consuelo mutuo… cómo la plenitud y desbordamiento de amor y de vida pueden desaparecer para siempre y ser eliminados sin piedad y de forma definitiva y concluyente de este mundo? Si Jesús no resucita, y la cruz cierra su vida y sus pretensiones, entonces es cierto que era un blasfemo y que sus milagros los hacía “con el poder de Satanás”… entonces se revela como un embaucador… Y lo cierto es que, en principio, no tenemos ninguna posibilidad de acceso a una supuesta experiencia de resurrección…
Sin embargo, a pesar de la realidad incontestable de la muerte y del sepulcro, del fracaso aparente y del desmentido oficial, es bien evidente, y yo creo que indiscutible, que en todos los que han compartido su vida desde la intimidad y la confianza, desde la sinceridad y entusiasmo por ese horizonte hasta entonces desconocido que Él les abría hacia un futuro de plenitud y de ilusionada fraternidad; y, en especial, todos los que de un modo u otro se habían sentado a su mesa en su Última Cena y lo habían visto inclinarse a sus pies para lavárselos, así como aquéllos que directamente habían recibido la atención personal de sus palabras y sus signos (“milagros” nos atrevemos, sin miedo, a llamarlos), en todas esas personas tocadas por su caricia delicada y su sonrisa cómplice, el escándalo imprevisto de su cruz, y la constatación de una muerte destructora de ilusiones, no logró extinguir por completo el fuego que había encendido en sus corazones y en sus entrañas; y, sin acertar ni siquiera a saberlo o reconocerlo con claridad y precisión, seguían “creyendo” en Él… Porque en medio de su decepción, de su desconcierto y de sus miedos, les seguía alentando esa chispa indefinible de “esperanza contra toda esperanza”, cuya presencia e inquietud, siéndonos sin embargo imposible de concretar e incluso de constatar certeramente, nos permite seguir viviendo sin renegar de todo lo experimentado con Él…
Esa simple tristeza inconsolable al pensar y decirnos asombrados: “No es posible que su vida haya terminado así…”, ese desánimo, es la prueba de que siguen creyendo en Él, de que, a pesar de todo, (a pesar de la contundencia de los hechos y de la imposibilidad de pensar que su resurrección es posible…) no pueden rendirse a lo visto y experimentado en la cruz; y, sin atrevernos a confesárnoslo dada su imposibilidad (¿cómo expresar lo inexpresable?, ¿cómo poner palabras a una débil chispa de esperanza en medio de las tinieblas en que estamos ahora sumergidos?, ¡hasta nosotros mismos creemos haber perdido esa esperanza!…) seguimos creyendo en El… Sí, muy débilmente, con la fragilidad quebradiza de la incomprensión y la duda ante la muerte… Pero convencidos de que su vida no puede ser un espejismo en el trayecto de la historia humana, ni una falsa y cruel promesa…
Es curioso que estamos tan acostumbrados y sometidos a los tópicos que nosotros mismos creamos, que ya de siempre hablamos de Tomás como símbolo y paradigma del “si no lo veo, no lo creo”; y ello como expresión de dureza, de contumacia, de desconfianza y de cerrazón o ceguera; cuando en realidad, si Tomás, como el resto de los apóstoles (ya que ellos de lo que presumen es precisamente “de haberlo visto”, y no de “haber creído antes de verlo”) no puede saber que ha resucitado sin que Jesús “se deje ver”… y si lo reconoce cuando se presenta, y entonces ya puede confesar su fe, es únicamente porque aún creía en Él, porque no había podido apagar esa chispa íntima de confianza absoluta y de esperanza, cuya aparente destrucción por la cruz se resistía a aceptar… Tomás, como el resto de incrédulos discípulos, sin excepción, no había enterrado su fe en el Maestro Jesús, a pesar de que les resultaba imposible comprobar su inexpugnabilidad ante la muerte y el sepulcro…
Solamente vemos, identificamos y reconocemos a Jesús porque creemos en Él, porque su presencia y su contacto nos han despertado a lo profundo de nosotros mismos y nos han descubierto cómo lo necesitamos para vivir. Y la inversa, por extendida que esté y consabida desde siempre formando parte de nuestro vocabulario, eso de que “la fe es creer lo que no se ve”, aunque no me atrevo a decir que es una rotunda mentira, sí que sostengo que tiene un manifiesto tinte de falsedad o de involuntario engaño… De ahí lo decisivo que resulta nuestro contacto con Jesús, el conocimiento de su vida apasionada y la experiencia de cercanía y cariño de Dios que se experimenta con Él por encima de la distancia temporo-espacial respecto a Él. Como con tantos otros personajes decisivos de la historia, el considerar su vida real, sus palabras y sus obras, sus actitudes y su trayectoria, sus gestos y su entrega, sus pretensiones y su “conciencia”, sus sufrimientos y sus alegrías, sus sentimientos y sus necesidades, su fragilidad y su muerte, nos hace entrar en comunión con Él y sus comensales de la Última Cena, considerarnos unidos a su persona, compartiendo nuestra humanidad y nuestra propia identidad con la suya; es decir, creer en Él… Y creyendo en Él y con Él, hay además un plus, el de Tomás, el de todos los discípulos, el que debe ser también el nuestro: el de la visión, cuya necesidad nos es imperiosa: creyendo en Él, lo vemos (Él se nos muestra) triunfador, resucitado, reafirmando la verdad de su vida y ratificado en sus pretensiones de ser el Amén de Dios a la humanidad, el mismo Dios del Amén…
La necesidadde verlo es consecuencia de nuestra confianza (“fe”) en Él, para así constatar y corroborar su presencia y que no se trate simplemente de una proyección de nuestros deseos y nostalgia, o lo confundamos con otros fantasmas…
Está claro que la de san Juan respecto a Tomás es una forma de hablar, y que el mismo Jesús dice: “dichosos los que crean sin haber visto”…; pero Jesús está hablando de la visión directa que sólo quienes fueron contemporáneos suyos hace dos mil años podían tener. La visión de la fe es otra, porque no es esa experiencia sensible directa de quienes lo conocieron la que origina una confianza ya definitiva y absoluta, sino que por el contrario, el reconocimiento de la presencia y cercanía de Dios en la experiencia vivida con Jesús, esa huella que ya ha creado en nuestro yo más profundo el contacto con Él, pero que se nos presente como desmentida y negada por la realidad palpable, necesita recobrar la presencia y cercanía del encuentro con Jesús resucitado para que pueda ser asumida y para que Él mismo la convierta en el horizonte ya definitivo y en una misión irrenunciable. Podríamos parafrasear de esta otra manera: …porque creías, has visto… porque confiabas en Él, has reconocido a Jesús vivo… y por ello Él ha salido resucitado a tu encuentro para que lo sepas definitivamente a tu lado y para darte un encargo… porque no se puede corroborar la fe en Jesús sin haber dudado… Es Él mismo quien con su muerte provoca nuestra duda para poderla disipar al tercer día…
La confirmación y la evidencia de ese impulso profundo ya presente en nosotros, que nos llevó a fiarnos de Él y a poner en Él nuestra esperanza; (es decir, dar a nuestra fe aún inquieta y balbuciente, atemorizada, asustada y quebradiza porque Jesús ha querido subir a la cruz, la definitividad y la serenidad de lo visible, de lo ya innegable y manifiesto, convirtiéndola en entusiasmo y aventura), requiere que el Resucitado se nos presente, se nos aparezca y nos vuelva a reunir…
Tomás, pues, a pesar de las propias palabras de san Juan en boca de Jesús, puestas en modo didáctico para quienes leamos su evangelio, no es el modelo de quien necesita “ver para creer”; sino más bien, y para alegría y ánimo nuestro, el universal ejemplo de discípulo, de cada uno de nosotros, que precisamente porque confiamos y creemos en ese misterio que Jesús nos ayuda a percibir, y precisamente porque lo percibimos tan incomprensible e íntimo, no acabamos nunca de poder convertirlo en el impulso único y definitivo de nuestra vida si no lo palpamos con mayor claridad, si no lo vemos… y la escena es la confirmación por parte del mismo Jesús de que no lo neguemos y tengamos paciencia porque Él se deja ver, provoca el encuentro con toda persona que tiene esa fe profunda y sincera, para que así se convierta en fuerza motora y no quede en simple deseo, en sentimiento inoperante o en nostalgias y voluntarismos estériles…
La fe de cada cristiano no es un simple y facilón “creo en lo que no veo”… sino visión y encuentro con el Resucitado, la corroboración comprometida y dichosa de quien reconoce que Jesús le ha hecho ver claramente en quién creía… y que eso compromete a mucho, porque Él es «el Señor y Dios mío…»
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