LA INDIFERENCIA COMO COMPLICIDAD (Jn 2, 13-25)
El incidente de Jesús en el Templo expulsando a los mercaderes y derribando sus mesas, que según todos los indicios desencadenó su prendimiento y su condena, lo sitúa san Juan al comienzo de su evangelio, como marcando ya desde el principio el desenlace que cabe esperar a su vida. Es la única ocasión en que se nos narra un comportamiento “violento” de Jesús, aunque no deja de ser cierto que no hay hostilidad o ataque personal a nadie, ni ejercicio o demostración de fuerza, ni siquiera amenazas; sino una agria disputa cargada de tensión. Personalmente, me parecería imperdonable que Jesús hubiera simplemente zarandeado a una persona; sería suficiente para dejar de creer en Él… mi Dios, ése que él me mostró en sí mismo y en el misterio al que me convoca se desharía sin remedio… Jesús derribó mesas, se encaró con vendedores y principalmente con las autoridades, pero jamás se atrevió a despreciar, menos aún “a tocar a nadie”…
La sorpresa inicial ante esta súbita actuación “violenta” de Jesús a la entrada del Templo, es sólo la primera reacción, espontánea e inconsciente, ante un comportamiento imprevisible e inesperado por parte de una persona cuya vida destila bondad y misericordia, y que sólo habla y actúa desde el perdón, la dulzura, el amor y la paz, desde la cercanía y el servicio. Porque, en efecto, ese comportamiento inhabitual de Jesús, en realidad no es un ejercicio de violencia directa contra nadie, sino más bien, y para definirlo con mayor precisión, una forma de atentar (sí “violentamente”, en la medida en que origina “destrucción de elementos materiales” con provocación de confusión y mínima alteración del “orden público”) contra la actividad comercial reconocida por todos y contra las normas de funcionamiento más o menos oficiales en vigor, permitidas y refrendadas por las instituciones legales y la autoridad competente, aunque su ejercicio supusiera un uso no demasiado digno del recinto sagrado. Pero no hay violencia contra las personas.
Lo de Jesús, realmente, no es una invitación al motín o un acto de rebeldía y disturbio callejero, sino más bien lo contrario: es la indignación desde la impotencia, el sufrimiento del justo por la profanación imposible de evitar, la reivindicación inútil de la auténtica piedad, y el identificarse con Dios y su santidad de tal manera que el culto vacío y el comercio de lo sagrado lo sume en la tristeza y la angustia, y no puede soportarlo.
La acción violenta de Jesús es denuncia y “descargo de conciencia”. No quiere ser cómplice. No puede ser cómplice. Es “denuncia profética”. Por un lado, con la clarividencia absoluta de su inutilidad, porque sabe que no va a cambiar ni la actitud despótica de dirigentes y pontífices, los grandes beneficiarios del mercado en que han convertido el culto sus propios ministros, ni la ciega sumisión, ya integrada en la rutina de las masas piadosas carentes de guía, incapaces del conocimiento y sabiduría reclamados para la recta comprensión de la “elección divina”. Y, por otro lado, junto a esa incapacidad para corregir la deriva populista, engañosa y traidora a la verdadera Alianza ofrecida por Dios, con la evidente lucidez del riesgo extremo que supone tal “descargo de conciencia”, ya que abre los ojos ante el servilismo, entorpece equilibrios políticos, intereses de mercado y pactos de poder, desvelando connivencias, impiedad, idolatría y ventajismos; y todo ello lo convierte así a Él en “enemigo público” del tinglado institucional y de la autoridad oficial, señalado y estigmatizado como transgresor y provocador, como pecador y rebelde pertinaz y consumado, como hierba perniciosa a extirpar antes de que la savia pura y noble que Él destila ponga en evidencia la ponzoña y podredumbre de esos rituales inexpresivos y de una piedad caduca y hueca.
El adormecimiento de nuestra conciencia bajo el tedio de la rutina y la monotonía de nuestra vida y de la historia, nos va insensibilizando y conduciendo imperceptiblemente al automatismo irreflexivo en la asunción de rituales y costumbres, al conformismo con lo establecido, a la sumisión ciega y acrítica e incluso al servilismo frente a lo presentado como identificativo del colectivo al que pertenecemos y de las raíces que nos sustentan. De ese modo la riqueza celebrativa, la expresividad de nuestra fe compartida, la necesidad de la comunión con Dios y con nuestros hermanos, la sacramentalidad de la vida, se difumina y se desvanece, y nos convertimos en cómplices necesarios de aquella misma degeneración que lamentamos, cuya máxima expresión es convertir el litúrgico “intercambio sagrado” en negocio lucrativo y mercado ventajoso.
Nuestra indiferencia nos hace cómplices. Nuestra cobardía y comodidad nos señala culpables. Nuestra tristeza y desánimo nos arrebata el evangelio. Jesús protagoniza la única alternativa posible: la denuncia activa como desautorización del callejón sin salida al que hemos querido conducir al mismo Dios con nuestro mercadeo de lo sagrado. Pero esa única coartada implica sufrimiento y riesgo; y, a pesar de la apariencia violenta, es tan pacífica que conduce al cordero al matadero… Porque no es el reclamo de disturbios y revoluciones, ni la señal de la venganza; sino la imposibilidad de vivir desde la falsedad y la disponibilidad para asumir la responsabilidad de lo divino; es decir, el riesgo ineludible de lo auténticamente humano… de la verdadera opción por Dios… de la imposible bondad… de clamar sin miedo que prefiere ser víctima…
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