MÁS ALLÁ DE “LA LEY” (Mc 1, 40-45)

MÁS ALLÁ DE “LA LEY”  (Mc 1, 40-45)

Lo que está “más allá de La Ley” es precisamente aquello que constituye su fundamento y su objetivo, el motivo de que haya sido promulgada y la finalidad pretendida con su exigencia de cumplimiento obligatorio. En el Antiguo Testamento tal vez lo que mejor define ese “más allá” de la Ley, su quicio y su razón de ser, sea la santidad de Dios, con sus consecuencias y corolarios de temor, respeto, autoridad y “separación” del mundo y de lo humano, discriminación entre “lo sagrado” y “lo profano”. La santidad divina crea selección, distancias y obstáculos; y con ello reverencia, lejanía, inaccesibilidad, alejamiento… “La Ley” busca precisamente hacer evidente (y rodear de precauciones, advertencias, alarmas, amenazas y castigos a causa de las transgresiones o inadvertencias al respecto) esa frontera infranqueable entre Dios y los hombres, que deriva en normas y prohibiciones al objeto de mantener incólume ese ámbito sagrado, preservarlo de supuestas contaminaciones humanas, y marcar barreras entre puro y lo impuro. Nada indigno o impuro puede mancillar o profanar el espacio y el tiempo preservados para Dios, ni el Templo ni el sábado; y nadie, sin gozar del estado de pureza exigido por la Ley debe tocar o siquiera acercarse a quien es súbdito del pueblo elegido, persona digna de formar parte de ese colectivo privilegiado: ni leprosos, ni pecadores, ni esa gente de baja condición que al tener que luchar duramente por la vida es incapaz de guardar legalismos rituales ya que no ha podido gozar nunca de la situación desahogada y privilegiada que permite  contar con tiempo de sobra para estudiarlos…

El “más allá” de Jesús, sin embargo, está lejos de tantos convencionalismos sociales e imperativos legales. Con Jesús salta por los aires el sistema legal basado en cerrazones de corte fundamentalista, fatalismos e intransigencias teológicas siempre conducentes a intolerancias dogmáticas y escrúpulos de conciencia, manifestaciones violentas e irracionales de fanatismo ciego y de conciencias malsanas. Jesús denuncia cómo todo ese mundo de aparente piedad y “defensa de Dios” está hueco y se ha convertido en refugio de la mezquindad e interés de los poderosos, y en olvido del auténtico “más allá” que sustentaba la llamada y la promesa divina, que no es otro que la salvación de la humanidad, y no ocasión de perdición, alejamiento o condena de nadie, ni del gentil, ni del proscrito, ni del pecador…

El “más allá” de Jesús es presencia y cercanía de Dios, por eso se resuelve en sanación, curación, perdón y salvación. Las fronteras entre Dios y nosotros, como todas las fronteras, son invento humano, discriminación culpable nuestra, voluntad de autoafirmación o exclusión del otro, lo opuesto al evangélico “hacer fiesta del hermano” y convertir a cualquier persona, al “otro” en prójimo…

Y paradójicamente (aunque no de forma demasiado rara o sorprendente porque casi siempre ocurre así…) acercarse a Dios y al prójimo, hacer del más allá divino que pretendíamos preservar y proteger nombrándonos legionarios divinos y abogados celestiales, el aquí al que el propio Dios nos convoca sin tantas estridencias ni protagonismos, en la rutina y el decurso no de una “vida ejemplar” sino de la nuestra, la del día a día de nuestros quehaceres, cuando lo vivimos con la intensidad del evangelio, con la disponibilidad y entusiasmo de Jesús por descubrir a nuestra hermana o nuestro hermano necesitado, por sanar sus heridas, por realmente a-proximarlo, la bondad y el amor, que son siempre sanadores y dadores de vida, nos lleva a la situación inversa de tantos devotos e intransigentes y celosos cumplidores: “nos contamina de Dios” y del hermano, y con ello nos obstaculiza el acceso al culto impidiéndonos acercarnos a “lo sagrado” al declararnos impuros… necesitamos purificarnos

No puede ser más evidente: tocar Jesús a un leproso lo excluye de la comunidad fiel y devota, y lo expulsa de todo ámbito sagrado hasta el punto de “no poder ya entrar en ninguna ciudad”… Va a ser así hasta la última maldición suprema en la cruz… A Dios en nuestro mundo humano no le ofrecemos alternativa, porque “hemos de defender su propio honor sagrado…” Tal vez debamos sentirnos orgullosos de nuestro poder y de la eficacia de nuestras Leyes sagradas: somos capaces de impedir la entrada en el Templo al mismo Dios y de obligarle a optar por la exclusión si se decide a abandonar su “más allá” en ese capricho suyo por acercarse al prójimo, y convertirlo en el “más acá” de su presencia…

Y no lo perdamos nunca de vista: Jesús no habla contra la Ley ni la condena en absoluto (más bien la defiende desde una visión sabia de ella, y como adecuada en el “plan salvífico” de Dios), sino que pone en evidencia los límites y graves peligros de toda religiosidad… evidentemente, también de la nuestra…

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